Y si al meter la mano en la galera sale un tigre en lugar de una paloma o un conejo. Y lo único blanco es el frío brillo de un colmillo –afilado y dispuesto-. Y si el público celebra la algarabía de una mordida eficaz e inevitable con aplausos y ovaciones. Y si la mordida me saca una mano -o la vida- y el público festeja la magia salvaje, la feroz sorpresa de dientes y garras y tigre y sobre todo, de rugido ensordecedor que enceguece y traga. Y si no hay tiempo para meterlo en la galera nuevamente para, esta vez sí, sacar una paloma blanca, en blanco vuelo, de magia blanca. Pero si no hay tiempo, o sí lo hay, pero el tigre es inmenso y no entra nuevamente en el sombrero, y peor aún, deambula por la sala repleta como si todavía estuviera en la maleza rasa de una sabana exóticamente distante. Y si la gente -el respetable público- celebra la fascinación y el miedo con aplausos silenciosos, con las manos congeladas por el vértigo y la incertidumbre. Y si yo no sabría entonces si aún vivo o si ya he muerto, de miedo o de tigre, de magia por la culata y colmillos. He de saber. Adentro. Bien adentro. He de decirme. No quiero más magia en la vida. No quiero más trucos ni más sonrisas heladas de un público tan distante como la estepa, esperando el negro vuelo de mil aves de rapiña, amontonándose sobre los restos de un mago atónito, una baraja de naipes marcados y una varita partida al medio.