A la sombra de un árbol a un lado del camino, se encuentra sentado un hombre. Solo con sus pensamientos. Los fuertes rayos del sol de mediodía calentaban la campiña. El verde de la hierba se perdía en el horizonte. Una suave brisa, aliviaba el calor y provocaba ondulaciones en el verde mar de hierbas.
Sentado a la sobra de un gran árbol, con sus cosas a un lado. El hombre saco de una bolsa, un trozo de pan en vuelto en un pañuelo. Partiéndolo en dos, una parte la envuelve de nuevo en el pañuelo mientras se come, con calma, la otra mitad.
En la lejanía deformada por el calor surge la imagen de algo que se acerca por el camino. Con una sonrisa el hombre toma sus cosas y con un rápido movimiento desaparece en la espesura de la hierba. El viento resuena con el eco del trote de los caballos que se acercan. Agudizando el oído el hombre escucha el ruido de una carreta y le hablar de ¿uno?…. no, dos hombres. Una sonrisa se dibuja en el rostro. Estoy de suerte –piensa- . Mete la mano en su mochila, toma su ballesta y una saeta. Con cuidado, en silencio prepara el arma y coloca la saeta en su lugar.
El sonido de la carreta comienza a acercarse, la figura de los dos hombres es cada vez más clara. Un cochero y un guardia. ¿Solo uno? No quieren llamar la atención –piensa- pero eso no les va a servir y será peor para ellos.
La saeta vuela hasta enterrarse en la cara del cochero. Este por la inercia suelta las riendas y cae de la carreta. Sorprendido el guarda mira de un lado a otro tratando, en vano, de tomar su espada. Cuando de entre la espesura surge un hombre que, con un rápido movimiento de la mano, le lanza una piedra que se estrella justo en su yelmo. Acompañado del dolor siente como un líquido caliente le cruza la frente. Olvidando el dolor intenta tomar su espada de nuevo pero es detenido por la punta de una espada que es enterrada en su costado través sus costillas, perforándole un pulmón. Sus piernas pierden toda su fuerza y lo hacen caer de la carreta.
Por un segundo la oscuridad lo envuelve, pero un estremecimiento provocado por el dolor lo devuelve a la realidad. El olor de su sangre inunda sus sentidos. No puede respirar, con las pocas conciencia que le quedaban logra contemplar a su asesino delante de el. La sangre se escurría de la hoja de su espada goteando sobre la tierra del camino, vestido con una capa de color gris maltratada por las inclemencias del tiempo. Trato de mirar su cara. Pero la luz del sol oscurecía sus facciones.
En silencio levanto su espada para dar el último golpe.
¡Espera! -Dijo el guardia respirando con dificultad- al menos… dime tu nombre. Antes de que me mates.
¿Para que puede servirte mi nombre en este momento? –Contesto el hombre- no tiene caso que lo sepa alguien al que ya no veré nunca más.
Me has quitado… la vida, para robar lo que teníamos… en la carreta. –Dijo el guardia entre jadeos- al menos… dime. Quien eres.
Si te sirve de algo mi nombre es nadie –dijo el hombre con tranquilidad- que te sirva de consuelo en la otra vida.
La punta de la espada atravesó la garganta del guardia.
Una suave soplo hiso ondular la hierba con un sonido parecido a un lamento. Nada más se podía escuchar. Arrastro los cuerpos hasta un lugar donde la hierba alta los mantendría ocultos, por lo menos hasta que los animales los encontraran; pero, para entonces el estaría muy lejos, al fin y al cabo, pasarían varias horas para que alguien pasara por el camino.
Se permitió una sonrisa de satisfacción cuando debajo de un par de cajas que contenían papas y cebollas encontró lo que estaba buscando. Un sobre de piel que contenía una carta sellada con un emblema que no reconoció. El premio bien valía el dinero que había pagado por la información. Una pequeña inversión para asegurar el éxito.
Azuzo a los caballos de la carreta que siguieron el camino con un trote calmado. Los caballos dejarían un rastro que le ganaría algo de tiempo antes de que alguien averiguara lo que paso. Emprendió el camino hacia su propia montura cubriendo cuidadosamente sus propias huellas. En un par de horas estaría entregándole la carta a ese cura. Aunque sabía que el contenido de la carta provocaría más de una muerte. Esos dos solo serán los primeros, almas inocentes si solo se toma en cuenta que tienen que obedecer órdenes.
No somos tan diferentes – dijo en un susurro, sin saber bien porque lo dijo. No pudo evitar pensar en el guardia, en su cara mientras preguntaba su nombre -¿Por qué me habrá preguntado eso?- maldiciones y suplicas las había escuchado por montones pero jamás nadie quiso saber su nombre.
Aparto esas ideas de la cabeza pensando en la bolsa de oro que le permitirían comprar una mujer hoy y no tener que volver a preocuparse que comería. También el no matar a nadie (por lo menos hasta que el oro se agote) también era un buen premio para su alma. Tendría que pedir a la cura la absolución cuando le entregara la carta. Para cuando monto a su caballo, ya había olvidado el asunto.
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