Nuestra cita
Hoy es martes. Como cada semana, me preparo para asistir a la pequeña
plaza con árboles y sol que me acoge desde las cuatro de la tarde,
mientras espero tu llegada. Para tan especial ocasión selecciono con
esmero la ropa y el perfume que llevaré, y elijo mi mejor sonrisa
frente al espejo.
Quince minutos antes de la hora señalada me encamino al rincón sombreado donde siempre te aguardo. Observo cómo desfilan ante mis ojos algunas personas que suelen concurrir al lugar cuando asisto: las colegialas que desfilan risueñas frente a la fuente de aguas juguetonas en la que los pájaros exhiben su ruidoso bienestar; los ancianos que ven rodar las horas rescatando recuerdos de sus memorias, con la mirada perdida en la distancia, y los infantes que pretenden ganar unas monedas vendiendo diarios o lustrando zapatos.
Observo con indiferencia el panorama porque mi pensamiento lo llena el fulgor de tu mirada, así como la húmeda ribera de tus labios, que
imagino mientras mentalmente rastreo nombres de conocidos comunes, sin conseguir recordarlos. El tiempo transcurre implacable y creo adivinar
tu faz iluminada en cada bello rostro que asoma.
Me desalienta tu tardanza y pienso que también te echan de menos las calles que se desnudan por no verte, y el viejo banco que gime por tu
ausencia, cansado de esperarte. Me bebo el sol lento de la tarde bajo un almendro polvoriento y mientras continúo aguardándote, mis esperanzas palidecen.
Intento, sin éxito, reconocer tus pasos entre la gente que camina presurosa; recibir la caricia de tu voz entre los murmullos que llegan
a mis oídos; percibir tu aroma entre las buganvillas o escudriñar tu sonrisa en las caras alegres de los caminantes.
Dos campanadas, como dos gotas de vidrio, retumban en mis oídos recordándome que las horas han pasado. Observo la faz desmemoriada del reloj del templo cuando las ebrias resacas del cielo se desploman sobre el firmamento para dar paso a una noche hostil, cuajada de presencias anónimas que se desplazan presurosas.
Ante el acoso de un misterioso silencio, en un supremo momento de lucidez, concluyo que en esta ocasión tampoco aparecerás y que me
quedaré de nuevo tejiendo anhelos en mi mente, elucubrando situaciones imaginarias como habitante de un mundo que se anega.
¡Tantos años con la ilusión de verte, cada semana acudiendo a nuestra cita, a la que siempre faltas! Reflexiono y me pregunto: ¿Qué haría si de repente aparecieras aquí, tangible, mujer que habitas en lugares insondables?
¡Qué feliz sería si hoy llegaras a este encuentro al que asisto religiosamente con un inmenso deseo de verte… de tocarte y conversar
contigo! Yo seguiré acudiendo a la cita aunque seas un espejismo,pues, ¿sabes una cosa? No termino de aceptar que no existes.
Alberto Vásquez. |