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Conforme íbamos acudiendo al mingitorio, se ve, nos iban cambiando por muñecos réplicas casi perfectas de todos los concurrentes a aquel festín: última cena de nuestro periplo por Santiago de Compostela. Merced a mi portentosa vejiga urinaria- a su capacidad me refiero- no estaba previsto que acudiera a los escusados del Altamira hasta que no deslizara el cuarto tercio de cerveza, por lo que tuve ocasión de asistir a aquel proceso de sustiución de primera mano, aunque si bien es verdad, he de confesar que de no haber sido por aquel tic del muñeco replicante de nuestro director en el ojo, no me hubiera percatado de nada. Aun así no las tenía todas conmigo por hacer mucho tiempo que no frecuentara la compañía de nuestro mentor en el internado de la infancia. Fue decisivo el comprobar, al asomarme por debajo de la mesa, que habían olvidado ponerle calcetines.

Una conjura se estaba desatando contra nosotros(en reunión "facebokiana" de reencuentro escolar) en aquellas tierras galaicas sin acertar a saber el motivo y dimensión de aquélla. Como quiera que la compañía fuera educada y solvente tampoco quise poner el grito en el cielo y así bajé la cuesta que conducía a nuestro alojamiento con el señor Juan Ramón Díez y el señor Carlos Moya- o mejor, con sus réplicas autómatas descalcetinadas- sin ningún tipo de alarma, con la única convicción- que también ponía en cuarentena de vez en cuando- de que yo no había sido sustituido por aquella trama conspirativa que componía el personal del restaurante mentado.

Nos despedíamos al día siguiente como si tal cosa, fiel a mi costumbre de no entrometerme en lo que de manera directa no me afectara en términos que podríamos llamar relevantes.

Puse dirección a tierras manchegas- un tanto mosca, es la verdad- pero sin alarmismos, al día siguiente enfilando la carretera de Orense- que con tanta diligencia me había indicado nuestro amigo Benigno o su réplica- y empecé a ver desfilar un paisaje verde que parecía incabable, hasta que poco a poco se diluyó en los tonos más amarillos de nuestra Castilla. Tenía ya la columna bastante arqueada y el estómago suficientemente vacío como para tomar la decisión de parar en cualquier sitio donde se pudieran remediar tales inconveniencias.

Entré en un bar de carretera de Arévalo y pedí el menú; que me fue servido con presteza y diligencia. En tales estaba cuando asoma el monarca por el aparato de televisión que tenía enfrente de mi mesa en tal establecimiento. Hasta ahí nada sorprendente. Lo raro empezó cuando los subtítulos anunciaban su renuncia al trono. No había venido escuchando la radio por el camino con lo que no estaba seguro de no haber sido transportado a una cuarta dimensión de tan rara que me pareció la noticia, que fui asumiendo no obstante durante el decurso de aquella comida entre trago y bocado de aquellas apetitosas viandas.

La sorpresa sin embargo vino cuando en una plana de cuerpo entero de nuestro monarca asomó un tobillo derecho metálico en aquel pie descalcetinado también. Hice cábalas rápidamente y no recordaba que el soberano fuera intervenido de tal parte de su anatomía. La solución era evidente. La trama estaba por tanto alcanzando nivel nacional. Imaginé a nuestro querido soberano preso en algún oscuro rincón de cualquier restaurante de la geografía patria, víctima incauta de necesidad tan perentoria como es la de vaciar el depósito urinal.

El episodio alcanzó su cénit cuando el Guardia que paró en la autopista mientras evacuaba uno líquidos, al tratar de mantener mi integridad evitando retretes por casi toda la geografía nacional, empezó a echar chispas.

Texto agregado el 16-06-2014, y leído por 177 visitantes. (0 votos)


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