Sorprendentemente había sonado el teléfono en el momento justo que lo esperaba. Se trataba del agente Pardo, de la brigada de estupefacientes, que preguntaba por su hija. Hacía rato que había abandonado el despacho y así se lo hice saber.
Había sido quedarme mirando fijamente el teléfono y mientras posaba mi retina en éste se produjo la vibración. Últimamente me pasaban cosa como aquélla. Desde que había exorcizado la agencia- es una forma de hablar: habíamos procedido a una limpieza general- como que tenía control sobre los semovientes y elementos fijos que la componían.
Sin embargo no pensé que pudiera tratarse de Pardo, aunque la historia que voy a contar va sobre su persona y los extraños hechos que en torno a él se fueron desarrollando; al menos hasta donde yo sé.
Llevaba la muchacha- hija de Pardo- de secretaria en la agencia de investigación Poza- Portillo( un servidor) unos cuantos meses y se veía que las relaciones con su padre- quien me había pedido encarecidamente que la empleara en un principio- iban mal. Los clásicos problemas de la rebeldía juvenil, pensé sin darle más importancia.
Pero la tarde de la premonición telefónica se vio que había un trasunto de mayor calado. La chica había pedido dejar el despacho un par de horas antes de lo que era habitual para una secretaria. Los agentes entraban y salían pero el personal administrativo cumplía un horario que la señorita Pardo me había solicitado aquella tarde acortar.
Recordaba que había retirado el bolso del perchero y, colocándose el abrigo, salido sin decir adiós, cuando su padre- visiblemente nervioso por el tono de voz- al poco rato preguntaba por la hija en el momento justo en que había posado mi mirada sobre el aparato telefónico, como quedó dicho. Pardo llevaría en la Policía el mismo tiempo que haría uno ( de no haber abandonado el cuerpo yo) y era alguien de confianza al que no se podía andar con evasivas. Le expliqué la situación tal como había discurrido ante mis ojos. Por sus palabras pensé que pensaba que me guardaba algo, cosa que no era verdad, pero tampoco insistí sobre el asunto porque normalmente, cuando se hace, es por tal razón. Se despidió un tanto desabrido lo que reveló el teléfono al encajarlo en el colgador.
Marcial Pardo y yo nos conocíamos de hacía bastante. Habíamos coincidido en los tiempos de la oposición en la misma pensión de mala muerte aquí en Madrid. Habíamos olisqueado los mismos culos durante los primeros años de ejercicio y eso une bastante.
Por ello, cuando me dijo que empleara a mi hija en el despacho, no lo dudé. Era la muchacha agraciada físicamente y bastante reservada con lo que apenas sabía de ella lo que me decía el agente Ménguez ( al que hacía de secretaria desde su incorporación a la agencia de detectives).
En casa de herrero… pensaba a veces con el refrán, pues tanto la muchacha como Ménguez eran para mí un enigma. Venía éste de ambientes refinados universitarios. Eso, su sueldo y sus obligaciones laborales era lo único que de él tenía constancia. Y meto a Ménguez en esto porque algo me decía que formaba parte de las reservas que tenía Pardo en torno a su hija.
Ménguez.
La vida tiene a veces unas sorpresas de las que difícilmente se puede uno recuperar. Si me dicen que Ménguez estaba casado lo habría encajado mal que bien. Pero el hecho es curioso hasta decir basta. Natalia Pardo era ni más ni menos que la señora de Ménguez, de lo que Marcial Pardo, Pardo, el padre, tenía sospechas. Se habían casado de manera discreta en el juzgado hacía poco habiendo seguido- contrariando al Código Civil- llevando vidas separadas, todo hacía pensar.
Al parecer Pardo padre y Pardo hija habían tenido una relación difícil que había culminado con la salida de la última del hogar familiar. El padre, sin embargo, seguía velando desde la distancia por los intereses de su retoño. En la cepa de la familia había otros dos “sarmientos”: dos varones. Al parecer, éstos, más acomodaticios, llevaban una vida muelle en torno al patriarca. No obstante, el comisario, con toda su aparente intransigencia y rigidez tenía debilidad por la niña- que ya era toda una mujer.
Informado de que andaba buscando empleo en la agencia le había faltado tiempo para proyectar su influencia en aquella colocación. En tiempos, cuando ambos éramos agentes mondos, me había echado más de un capote. Era el momento, ahora, de corresponder a aquellas muestras de amistad del pasado.
Lejos estaba de mi imaginación que Ménguez y Pardo tuvieran algo que ver, algo en común, tener lazos familiares; ni siquiera de amistad, y, sin embargo, hete aquí que eran yerno y suegro y que el aglutinante de aquella relación era primero su hija y un particular, en segundo lugar.
No era la mía una profesión en la que las sorpresas fueran raras pero, por muchas dotes de clarividencia que me hubieran asistido, jamás hubiera podido sospechar lo de Ménguez y señora- ahora tenía que decir señora.
Pero como todo se acaba sabiendo, a través- en este caso- de un proceso rocambolesco que ya referiré, se vinieron a juntar aquellas dos piezas del puzle en una figura entera de blanco y con “lluvia” de arroz incorporada, o, al menos en un remedo de ello pues como se dijo aquel matrimonio se debió perpetrar un día de lluvia en un obscuro juzgado de la capital, me maliciaba.
Atando cabos.
“No surrender”, decía la canción de la radio cuando me asomé por la ventana del despacho.
El beso que se dieron en la puerta de la salida del edificio antes de tomar cada uno dirección opuesta me puso a las claras que había relación más allá de la profesional entre mis dos empleados favoritos.
Hacía unos días que me sentía sin olfato goleador pero aquella visión me devolvió el espíritu con que debe contar cualquier detective que se precie.
El mal tiempo se estaba echando encima y Ménguez le colocó un abrió ligero a su esposa antes de separarse. Madrid era un colapso aquella tarde de lluvia. Los coches tenían prisa por no mojarse o cualquiera que sea la razón por la que corren más cuando llueve. Vi, desde la misma ventana de donde estaba oyendo a Bruce Springsteen, a Ménguez introducirse en la boca del metropolitano de Antón Martín bajándose las solapas de su gabardina al compás que descendía por las escaleras. Después salió- de la misma boca de “metro”- una señora de muy buena apariencia. Aquella tarde el mirador era una fuente incesante de sorpresas. Se empezaban a ver los primeros “pantys” y las mujeres- también los hombres- habían acudido al guardarropa sustituyendo la ropa de verano por la de entretiempo. Los coches pasaban raudos en dirección a Jacinto Benavente exhalando humo por los bajos, de sus tubos de escape.
La rojez sobre la falange del dedo anular de la mano derecha de Ménguez me puso sobre la pista de que había matrimonio a la vista. Al principio pensé que aquel beso fugaz del “no surrender” era una transgresión a aquel anillo, pero me faltaban pocos datos para completar el organigrama matrimonial del despacho. Sí, la muchacha también exhibía la marca; lo han adivinado. Por un momento, encerrado en la habitación de aquel piso de Antón Martín que hacía de despacho, me sentí un hombre astuto.
Pero Pardo padre también lo era y aquella misma mañana me telefoneó comunicándome sus sospechas solicitando encarecidamente que le investigara el caso. Por un momento pensé en decirle de sopetón que su hija- que vivía con él en casa hasta hacía bien poco, no lo olvidemos- estaba matrimoniada con el investigador Ménguez, pero me contuve por si metía la pata pues mis apreciaciones eran sólo sospechas. Que al fin y al cabo aquella rojez podía ser la picadura de un mosquito.
Madrid.
Madrid formaba por entonces un paisaje destripado donde no se podía dar un paso sin tener que mirar donde se posaba el pie. La vida discurría veloz y todo el mundo parecía tener prisa por llegar a algún sitio. Desde mi ventana de Méndez Álvaro- donde vivía de alquiler- veía a las gentes salir del tren de la estación de Atocha, cuando sonó nuevamente el teléfono.
El trabajo era escaso: infidelidades conyugales y otras cuestiones del bajo vientre. Era Pardo. Que no hacía falta que siquiera con la investigación. Ahora me pedía que despidiera a su hija. Fue entonces cuando empecé a pensar que el ex compañero no estaba enteramente en sus cabales.
En aquellos años pre burbuja inmobiliaria nada hacía sospechar lo que vendría después. Por lo menos nadie de los que me rodeaban lo supieron prever y uno vivía en arrendamiento, como se dijo.
Pardo me empezó a dar miedo. Un loco siempre es alguien de temer, pero un loco con pistola forma un cóctel explosivo. Por otro lado, el matrimonio del despacho me había empezado a caer bien.
Vagaba por la ciudad evitando los lugares donde podía darme de bruces con el policía. De momento, le había dicho que no podía despedir a su hija así como así, por una cuestión de protección laboral. Que tenía que buscar una razón convincente. Que ya veríamos. En fin una serie de excusas que seguramente Marcial había identificado como tales.
Uno no quería entrar en trama “marionetil” alguna con Pardo aun reconociendo que le debía alguna. Pero tampoco quería enemistarme, precisamente por ello. El conflicto estaba servido. Vagaba meditabundo y, como proverbialmente se dijera, cabizbajo por aquella ciudad (lo que me venía bien, por otra parte, para no caer por algún socavón) cuando divisé a la pareja. Por puro oficio decidí seguirlos. Fue así como me enteré que les gustaban los calamares, dado que en los soportales de la plaza mayor se despacharon un bocadillo de éstos.
Fin de la trama.
Se veía que la vida me quería dar otra oportunidad pues allí arracimados los tres en la barra, entre bocadillos de calamares- Pardo, Ménguez y la chica- de aquel mesón de la plaza mayor, componían una estampa que no se correspondía con los acontecimientos de los tres últimos meses.
Como quiera que nada hiciera pensar que repentinamente se hubiera producido una entente cordial volví sobre mis pasos por la entrada de San Nicolás discurriendo paralelo a la estatua ecuestre del centro de la plaza hasta la salida que desemboca calle abajo en la Puerta del Solo, cuando en una visión fugaz a través de los ventanales de aquel bar, los descubría desternillándose de la risa mientras Pardo haciendo ostentación del gesto giraba una y otra vez el anillo de matrimonio que exhibía a la altura de la falange en su dedo anular. Miré la fecha en el reloj de pulsera y no era veintiocho de Diciembre.
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