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GENIALIDAD
Cuento ganador de Mención de Honor en el XXV Concurso Literario "Maria Teresa Solano Solano " 2016. - Costa Rica


Por algún tiempo Horacio estuvo asistiendo como voluntario durante las mañanas de los domingos a un albergue para ancianos desamparados. Los motivos que lo llevaron a tomar esa decisión fueron dos, por una parte para hacer en la práctica algo de lo que enunciaba en teoría de cómo él interpretaba el amor al prójimo a la vez que como un ejercicio para cultivar la humildad.
Se trataba de un albergue regentado por las hermanas carmelitas y financiado con exiguos fondos del estado y donaciones privadas en el que habían recluidos ochenta y cuatro ancianos entre hombres y mujeres y seis monjas que velaban por ellos.
Las monjas hacían una labor titánica para atender a los viejitos en las condiciones más dignas posibles con los escasos recursos de que disponían, al punto de que en ocasiones literalmente se quedaban sin comer para hacer alcanzar la poca comida que había entre los ancianos. No obstante, a pesar de su abnegación los trataban con dureza, argumentando que eran como niños grandes que necesitaban disciplina, lo que infundía en los ancianos un temor natural a ser censurados. Muchos de ellos eran enfermos y requerían atención especial pero no había un médico ni una enfermera y cuando era necesario eran remitidos a un hospital de caridad. Los más sanos ayudaban a las monjas con los más enfermos y en ese propósito de entreayuda deambulaban por la vida, monjas y ancianos esperando la muerte.
Algunos de ellos tenían familias que los habían recluido allí, para deshacerse de ellos cuando habían dejado de ser productivos o para despojarlos y beneficiarse de sus patrimonios y en la mayoría de los casos para liberarse de una carga cuando se habían convertido en un estorbo. La mecánica habitual era que cuando los recluían sus familias aportaban con alguna ayuda económica para conseguir que fueran recibidos y los visitaban un momento los domingos, pero siempre con el tiempo el olvido se imponía y no volvían ni a ayudar ni a visitarlos.
También había los desposeídos que no tenían familia pero que por fortuna habían tenido la oportunidad de ser recibidos por las monjas, que nunca le cerraban la puerta a nadie que lo necesitara. Cuando Horacio fue por primera vez, invitado por un grupo de voluntarios para prestar ese servicio de solidaridad, lo que más lo impresionó, no fue ver a los enfermos que no se podían levantar de sus camas y hacían sus necesidades fisiológicas en las sabanas y tenían el cuerpo lleno de llagas producidas por no poderse levantar de la cama, ni los que no podían comer porque por su tráquea no pasaba bocado y textualmente esperaban a morir por inanición. Los que inmediatamente capturaron su atención fueron los que los domingos a partir de las nueve de la mañana, trataban de terminar con prisa sus responsabilidades y a la hora en que oficialmente comenzaban las visitas, estaban rondando el área de la entrada principal y que siempre que sonaba la puerta esperaban con ansiedad que se tratara de sus familiares.
En realidad su comportamiento era muy similar al de los niños que esperan recibir un premio con una sonrisa, que es borrada por la desilusión que les producía descubrir cada vez, que la visita no era para ellos. Lo curioso era que el grupo de los que siempre esperaban que alguien los fuera a visitar estaba conformado tanto por los que habían sido internados por sus familiares como por otros de los que habían llegado solos al asilo y que no tenían a nadie que los pudiera visitar.
A criterio de Horacio la peor enfermedad que se sufría en ese claustro era la soledad y el abandono a que irremediablemente eran sometidos los ancianos como una de las peores manifestaciones de miseria humana.
Las obligaciones de Horacio durante las seis horas que asistía al asilo, eran ayudar a la higiene de un grupo de enfermos que no se podían levantar de sus camas y colaborar en la repartición del almuerzo que los días domingo no lo recibía cada uno en una bandeja por una ventana que comunicaba el comedor con la cocina sino que se lo servían en la mesa, poniéndole especial atención por darles a cada uno una ración extra de lo que les gustaba más.
Después de que comían había que limpiar las mesas y dejar lavado todo lo de la cocina y la vajilla que habían usado y trapeado el piso del comedor y la cocina. No obstante Horacio se autoimpuso cuando terminaba en la cocina, la tarea de dedicarles un tiempo para conversar con ellos, preguntarles cómo estaban y tratar de darles algo de atención.
Un día se interesó en Gerardo un pequeño anciano que siempre se aislaba y se acercó para ver lo que hacía en un cuaderno. Cuando se acercó Horacio, Gerardo instintivamente cerró el cuaderno y prestó atención a lo que Horacio le decía. Él le habló por un rato para tratar de ganar su confianza y descubrió que mientras le hablaba, Gerardo le miraba fijamente la boca y cuando emitió algunos sonidos guturales concluyó que era sordo mudo, lo que posteriormente fue confirmado por uno de los voluntarios.
Horacio se quedó conversando con el anciano, como si ignorara su condición física, emulando una conversación y prestando mucha atención a los inaudibles sonidos, como si en verdad estuvieran manteniendo un diálogo. De pronto Gerardo mirando para todos los lados, como para asegurarse que nadie lo viera le extendió su cuaderno a Horacio quien empezó a hojearlo y con asombro encontró que la mayoría de las hojas estaban llenas línea tras línea, de unos minúsculos garabatos dibujados en trazos horizontales enlazados entre sí como si se tratara de letra convencional imitando caligrafía manuscrita, con un preciosismo, orden y limpieza propios de un artista. Cada línea comenzaba en el principio mismo de la hoja y terminaba en el filo externo para dar paso a la siguiente, sin dejar el menor espacio libre a ninguno de los lados. Cuando las hojas se miraban a cierta distancia, daba la impresión de que efectivamente estaban escritas en letra muy minuciosa y si se aumentaba la distancia parecía una trama uniforme. Solo faltaban las últimas cuatro hojas por llenar. Gerardo vio el interés con que Horacio observó detenidamente cada una de las páginas, como si en realidad estuviera leyendo lo que allí decía y cuando hubo terminado mantuvieron una «larga conversación» al respecto, que se prolongó hasta que terminó la hora de las visitas.
La semana siguiente tan pronto llegó Horacio al albergue, le salió Gerardo al paso y le hizo señas de que lo siguiera. Lo condujo hasta la pequeña capilla en la que no había nadie a esa hora, siempre mirando para atrás tratando de asegurarse que no los habían visto, se acercó a un improvisado confesionario que por años no se utilizaba y de debajo de la tabla donde se sienta el cura, sacó una gran bolsa plástica y con orgullo se la entregó a Horacio. Algo confundido Horacio la recibió y a instancias de Gerardo la abrió para inspeccionar su contenido. Horacio soltó una exclamación de asombro cuando comprobó que los treinta y dos cuadernos que contenía el pesado paquete, estaban totalmente dibujados, incluidas sus pastas tanto exterior como interiormente con los mismos diminutos garabatos, al igual que el cuaderno que le había confiado Gerardo la semana anterior.
El anciano no solo era sordo mudo, sino además analfabeto. No sabía leer ni escribir. Horacio se sentó en una banca de la capilla y empezó a ojear uno por uno los cuadernos, mientras se le iban las lágrimas. Ese domingo no cumplió con sus responsabilidades habituales y Gerardo no se presentó tampoco al almuerzo. A simple vista se hubieran podido interpretar esas lágrimas como de compasión, pero algo muy diferente estaba pasando por su mente. Pensó en que ninguna limitación ni física ni intelectual podía refrenar el torrente de las emociones que hay en el interior de algunas personas para expresarse y que el no saber leer ni escribir, no podrían ser obstáculos suficientes que impidieran que fluyeran como un caudal y que el resultado de ello fuera la más bella obra maestra.
Supo que en esos treinta y dos cuadernos estaban plasmadas todas las emociones, vivencias, alegrías y tristezas, frustraciones, realizaciones, afectos y desamores que Gerardo pudiera concebir. Sentía que tenía ante sí una de las más hermosas manifestaciones de la literatura universal, que no podía ser catalogada como tal, por la sencilla razón de que no había sobre la faz de la tierra persona alguna que la pudiera entender, quizás a excepción del mismo Gerardo.
Se trataba de la obra maestra más efímera, que nunca se podría convertir en patrimonio literario para la humanidad.

Texto agregado el 11-06-2014, y leído por 330 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
31-10-2016 ¡Qué maravilloso texto! Comprendo que nos has sacudido tanto como a aquellos que te eligieron para premiarte. Gracias por hacernos ver cosas que muchas veces ignoramos. Marthalicia
28-10-2016 Qué extraordinario relato. No me extraña que hayas ganado ese premio. Me resultó tan humano y conmovedor...Gracias. MujerDiosa
23-06-2016 Pues estoy sin palabras. La belleza, el amor, los sentimientos, siempre encuentran la forma de manifestarse, de increíbles y maravillosas formas, como los cuadernos del anciano, el trabajo de Horacio o tu bello texto. PiaYacuna
28-09-2015 Así como me dijiste cuando me reocmendaste el texto. La satisfación del ego no tiene que ver con la satisfación de escrbir. Creo que aquí se palica algo parecido. Lo sepa el mundo o no. Eso no lo quita al anciano el hecho de haber sentid lo que sintió. Saludos. legendario
 
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