La Casa
El primer detalle que puedo apuntar como importante y curioso, fue el estado de la cerradura: se abrió como si me estuviesen esperando y no fueron necesarios los tres o cuatro movimientos sigilosos y diestros de la ganzúa; precisamente por ello entré con extremo cuidado, aunque sin temor.
Por dentro se advertía lo que por fuera se sospechaba; la casa estaba de algún modo habitada, pese a la patente imagen de abandono que persistía en aparentar. Reparé unos instantes en las extrañas formas de la Puerta Cancel, cuyos oscuros tonos marrones la hacían francamente agradable, y, no sin antes dejar de sentir un dejo de temor en el pecho, volví sobre mis pasos y me fui para la calle, inexplicablemente.
Jamás hasta hoy me había puesto a referir los hechos de esa casa.
El día de esa primera visita, me di cuenta que no era como las otras casas y entendí que debía tomar algunas precauciones adicionales. Por la influencia de alguna extraña superstición ese día no quise agarrar los naipes: supuse mi mala suerte en el juego y me fui a dormir temprano.
Retomé durante algunas noches a la casa, dubitativo y, debo confesarlo, algo temeroso con los descubrimientos que fui haciendo paulatinamente. Ingresaba hasta la puerta cancel sin titubeos ni tanteos, luego escogía introducirme en el patio o enderezar por las galerías, que bajo esos imponentes arcos y bajo esa tenue luz que apenas dejaba pasar el follaje de la taciturna magnolia, dueña total del patio-, tenían a esa hora una penumbra suave y atrayente. Cuando escogí la ruta del patio, solo llegué a otro de similar tamaño en el que se advertía un nauseabundo y antiguo olor a perro mojado. No era un golpe de olor a primer encuentro, y si no es con un olfato fino y educado, como el que me jacto de poseer, no hubiese sido posible advertir ese dato casi curioso.
En ese segundo patio de lozas viejas, se podía haber montado un tantakato de muebles antiguos y cosas inverosímiles, sin necesidad de traer otra cosa que no sean los clientes.
Una rueda de tílburi, apoyada en un inmenso álamo -único culpable de la alfombra de hojas secas y amarillas- y éste prácticamente apoyado en La monumental pared de adobe y piedra que da fin al patio, fueron los únicos objetos que me atreví a tocar con la mano. Al tercer patio no me pareció útil ingresar.
En el camino de los patios los descubrimientos no fueron nada, allá lo bueno eran las sorpresas, las gratas sorpresas que depara un mundo detenido entre la decadencia propia de las ruinas y la frescura eterna de ciertos objetos que perdiendo el brillo de la vida parecen, sin embargo, inmortales; allí parecían vivir todas las sorpresas que se deseen encontrar; allí parecían estar todos los objetos de la vida de varias generaciones, los bienes menores de una familia, que aunque quizá no numerosa, posiblemente vivió marcada por el sino de la gloria y la caída. Allí, en los patios de atrás, estaba el pasado material de la casa y su gente.
Cuando me deslizaba sigilosamente por debajo los arcos, acariciando las gruesas columnas que firmes y vigilantes en torno a ese pequeño patio principal, atestiguan el paso del tiempo perdiendo estoicas, a trozos pequeños, su revestimiento de laca púrpura, daba un giro alrededor del patio rodeando la magnolia y el aljibe sin agua -cuyas enredaderas parecían estar muertas- y llegaba invariablemente a las inmensas gradas de madera, que suben al segundo piso. Allá arriba, las alfombras gastadas compartían con el ladrillo viejo el placer de sentir los pasos de las gentes. El tamaño de las habitaciones parecía infinito, el ladrillo y la madera no despedían el rojo polvillo que es de esperar en esos casos; la amarillenta luz de las lámparas -que me atreví a encender al comprobar que sus habitantes no estaban allí- era quizá intensa, pero inexplicablemente de muy poco radio de alcance; por todas partes se presentía un polvo que parecía ser parte del clima de la casa, no obstante no era perceptible con los sentidos comunes; los muebles eran majestuosos y a partir de sus descomunales y extrañas formas comencé a sospechar lo que al final me llenaría de pavor. En una mesilla de madera y mármol, ubicada al centro de uno de los atiborrados salones, dormía un álbum de estampillas de correo y una gran lupa: les supuse algún valor comercial, pero no me parecieron interesantes, pensé en llevármelos si es que todo salía como ya estaba suponiendo que iba a salir, pero con lo vertiginoso de los acontecimientos, el famoso álbum y su lupa fueron sensiblemente olvidados en la retirada.
El ambiente tenia un nosequé de especial, algo me advertía en el aire que el orden de las cosas ahí adentro era otro, sospechaba o sentía que cuando entraba yo, las cosas permanecían en una falsa quietud, percibía que el mundo que veía transcurriendo en la paz propia de los cementerios, se transformaba radicalmente al instante en que trasponía la puerta cancel rumbo a la calle. Entre esa puerta y el portal principal, sentía, de modo poco fácil de explicar, bullir en los pasillos y salones de la casa una agitada vida desconocida, pensé en principio que se trataba de un mal aunque sencillo presentimiento, luego entendería...
Los datos que comencé notar como sospechosos fueron los relativos a las contradictorias costumbres de los habitantes de la casa, por ejemplo, es obvio que uno de ellos era amante de las estampillas, sin embargo, en un cajón de cómoda, encontré una carta vieja que conservaba la estampita de correo en su esquina habitual, un viejo sello que recordaba el paso de un rally mundial por una buena parte del territorio nacional, allá por el año 48 más o menos, una pieza de colección que no debía haber pasado desapercibida al coleccionista, por más novato que éste fuese. Luego fueron los libros, unos muy cuidados y acomodados en varios estantes de madera, y otros tirados en el segundo patio o en algún inmueble de pasillo, sufriendo las inclemencias del paso del tiempo y el clima, y finamente, la gran variedad de utensilios de cocina existentes en las alacenas y la poca cantidad de ellos que parecían ser usados habitualmente; estos datos sumados a otros—que no alcanzo a recordar ahora que le cuento esto- a usted, me hicieron entender que había incluso dos tipos de habitantes en la casa, o algo parecido.
La casa tenia, por lo menos mientras yo permanecía adentro, una suerte de rumor de aguas perenne y tenue, ese murmullo parecía venir desde el fondo, pero se sentía uniforme en toda la casa. Luego pensé, aunque sin creer en ello, que era el rumor de los habitantes ocultos de la casa, que esperaban mi salida para volver a la rutina habitual de sus extrañas vidas.
Estos temores nunca los sentí como una certeza mientras estuve fuera de la casa, era allí adentro donde sentía la cosa distinta. También era perceptible un olor a elefante niño en el segundo piso, y en la habitación que tenia la ventana mirando al cielo, incluso se llegaba a sentir la presencia de un paquidermo infante o algo parecido; la ventana de esa habitación púrpura era atrayente y por su forma parecía haber sido hecha para que alguien se lanzara por allí hacia el vacío, pero no para caer al suelo sino para seguir ingrávido hacia el cielo, y aunque le perezca extraño, llegué a estar seguro que alguien alguna vez se fugó de este mundo por esa ventana.
Una noche de esas todos los indicios fueron creciendo al unísono, como parte de una conspiración premeditada para alejarme definitivamente de la casa. Los hechos sucedieron vertiginosamente aunque sin violencia; de pronto todo tuvo la coherencia que presentí siempre, de pronto hasta sentí que las gradas me fallaban en la pisada, o que los candelabros se me venían encima. El rumor de aguas que bajan aumentó en potencia, como una señal, como una severa advertencia que la cosa no venia en son de joda; creo que el olor a elefante niño aumento un poco y ahí repase todos los detalles: los cuadros de las paredes recién me parecieron elocuentes, la posición de las sillas tenia su intencionalidad, me di cuenta despavorido del porqué de la ventana mirando al cielo, entendí la ausencia del polvo y de los olores de la calle, en esa época del año y en esta ciudad inevitables en cualquier casa; atemorizado mire por las largas ventanas -que en realidad eran balcones clausurados por la falta de uso- con la esperanza de ver en la calle nosequé en ese hora tan silenciosa. Di un par de vueltas locas por los salones y ahí comprendí todo, así que comencé a recular buscando la puerta, lo hice con valentía, lentamente, como si no pasara nada.
Abajo, en la semiclaridad que apenas permitía el follaje de la gran magnolia, me puse a trotar -alrededor del patio por debajo los arcos, aprovechando el agradable espectáculo de la luz que se filtraba entre las hojas -era la época de lunas intensas-, el tono de mi trotecito tenia algo de soberbia o desafió a quienes me echaban de la casa. Mi conducta era incoherente debido al pavor que me dominaba. Murmuré algunas palabras nerviosas parado ante el aljibe, como queriendo aparentar serenidad. Reparé aterrado que un musgo negro brillaba entre las junturas de las piedras, lo recuerdo por que apoye en ellas las manos y no había en esa fuente la humedad que explicara la existencia de esas plantas adictas a las caricias del agua.
Al salir por la puerta cancel, en realidad al cerrarla, reparé en el enmarañado ovillo de lana, tirado en el suelo de mosaicos bizantinos y cuya punta se perdía en la penumbra del patio, por debajo de la puerta cancel. Al cruzar la puerta principal y ya en la calle, descubrí que esgrimía nervioso un palillo de tejer, que recogí del suelo como si fuese un ama que me hubiese defendido de algún supuesto atacante.
En la acera terminaron los rumores que casi me enloquecen adentro. Me fui disimuladamente por la calle Corrado y no me detuve hasta llegar a mi cuarto de la calle Crevaux.
¿Cuantas veces fui a la casa? No me acuerdo, pero nunca llegué a sacar algo.
No, no he vuelto nuca más a entrar en la casa y tampoco volvería, aunque me gusta pasar de vez en cuando por esa calle, a esa hora y frente a esa casa.
Tarija, en un imposible mayo de 1937
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