—Parce, para comer, en la selva tiras una piedra y te cae una fruta.
Eso nos dijo el artesano colombiano. Por eso viajamos al Amazonas sin llevar un miserable tallarín o un jurel salvador, pero él nunca mencionó que en la selva casi no hay piedras. Y de haber tenido los bolsillos llenos de pedruscos, al mirar la copa de los árboles, tampoco se veían las frutas. Todo era un frondoso verde: pintado en verde rama, verde hoja, verde seco, verde húmedo y podrido, sin distinguir acaso el tan ansiado verde fruta.
Quizá era una prueba: ofrendar a la madre naturaleza un acto de fe. Caminar hasta que un milagro te hiciera tropezar con una piedra, liberar la bronca rezando una putiada, coger la piedra, lanzarla y, aunque no vieras nada, caería una fruta. Se alimentaría el espíritu y de paso a la barriga.
Ya sea por hambre, por Fe o por aburrimiento, caminé mirando el suelo. Pero como es habitual, nunca se encuentra lo que se busca. Luego me senté, respiré profundo y exhalando de a poquito me eché de espaldas en el verde cómodo y, con los brazos cruzados detrás de la nuca y jugando con una ramita en la boca, olvidé el hambre y me acordé de mi familia, de mi ex, de los pensamientos que siempre pueblan mis ratos muertos. Es increíble que ciertas personas te alcancen sin importar el tiempo o la distancia. Entonces, por puro placer, repetí por sexagésima vez mi nueva frase típica ¿Dónde chucha estoy hueviando?
Muchas horas después, sin buscar, mi extraviada mirada tropezó con una piedra. Me acordé del… parce tira una piedra y cae una fruta. Lancé el proyectil con fuerza. Era la única oportunidad para atravesar la verde espesura. Esa piedra sería como la bala del video freak on the leash, de Korn, y no se detendría hasta agraviar a una manada de vengativos monos que me respondieran el ataque lanzando plátanos, o hasta impactar un avión de la ONU y lloviera comida.
No cayó ninguna fruta. Toda mi fe para ver un pájaro volar 5 metros a la rama vecina. Mi expectativa hubiera sido ver una docena de pájaros multicolores volando, separándose como el estallido de un fuego artificial. No alcanzó ni para alimentar el espíritu. Regresé cagado de hambre al campamento. Al llegar vi que el Pete pescaba en el río y de carnada usaba un pedacito de plátano. Con las expectativas disminuidas, también con hambre, yo y la Amelie celebramos aquellos 15 centímetros de pez. Mi rol era ser el verdugo y terminar con su agonía.
– Pégale con algo en la cabeza –me dijo el Pete mientras se iba para pescar otro.
– ¿Pero eso no era con los chanchos? –Busqué una piedra. La naturaleza no tiene misericordia y no puso frente a mí otra piedra.
La Amelie me trajo un cuchillo. La estupidez humana se manifestó en mí, por eso con el cuchillo opté por pegarle con el mango en la cabeza en lugar de usar el filo. Al tercer intento logré el cortocircuito y dejó de moverse. Era un simple pescado, pero da pena matar a un pez, asesinar a Nemo o a un padre de familia de pescaditos chicos, sobre todo porque muere mirándote con ojos tristes de pescado.
La pesca se fue al carajo cuando saqué la botella de ron, previsoramente comprado en la ciudad, porque el alcohol nunca caería de los árboles. Entré los 3 brindamos mirándonos por turno a los ojos, diciendo– À votre santé –. La Amelie también nos enseñó a modular merci beaucoup (mercí bokú) para decir muchas gracias cuando viéramos un merci beau cul (mercí bo kiúl), un lindo culo. También descubrimos que para emular un acento francés hay que hablar justo cuando el ron esté en la garganta, como una gárgara y ahogar el sonido de la erre. Así le pregunté a la Amelie.
–pegggooo ¿pagisss están preggciosoóó como dicen?
–Oui! –era tan agradable escucharla decir sí, en su idioma– es quegg toga la ciudadg es un museo giggganté.
Acabamos la botella. Por casualidad miré la cubeta donde yacía el solitario pescado. ¡Maldición! Seguía respirando, hinchando y desinflando el vientre rápidamente. Entonces se detuvo. Se vengó. Su ojo parecía observar en 360 grados, pero estoy seguro que me miraba a mí y aguantó la muerte hasta que lo viera agonizar para trasmitirme la culpa con su mirada de pescado.
Nos fuimos a la carpa y agradecí que la Amelie durmiera al medio. Así descansaría tranquilo por esta noche, porque el Pete ronca como un viejo y sólo moviéndolo varías veces o durmiéndote dejas de escucharlo. Además que cuando duerme copeteado esta como programado, y dormido no distingue, entonces te abraza o tira una pierna y tengo que decirle sale de acá maricón culiao, y ni se entera porque sigue durmiendo en su rincón hasta que vuelve a roncar.
Esa noche yo dormía muy bien, pero algo me despertó. No me moví ni un centímetro, tampoco abrí los ojos, porque en esa oscuridad no sirven. De fondo el silencio de la selva; una tranquilidad de grillos, de hojas crujiendo. Sin embargo, allá afuera de la carpa, había una presencia. No era un ratón, en el viaje me volví experto en reconocer ratones. Por los ruidos podía dibujarlo como un animal grande, por sus pisadas imaginaba un jabalí, con movimientos ansiosos y torpes. Cuando oí caer una cuchara, que figuro cayó desde la mesa, supe que era la rata más grande de todas las ratas. Luego de unos minutos escuché:
–Oui… Oui… Oui…
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