Me imagino-pensaba muy ensimismado Gabriel- que si todo hubiese seguido su curso natural, él estaría en estos momentos dando clases en el instituto donde ensañaba contabilidad. Beatriz, probablemente estaría escribiendo alguna canción o tal vez grabándola en algún pequeño estudio de la ciudad y Pedro, bueno a él lo imaginaba fumando un cigarrillo de marihuana en algún lugar junto con sus amigos. “Sí, así serían los cosas”-se volvió a decir a sí mismo.
Pero como su padre le decía siempre, “Gabriel, hijo mío, nunca te olvides acerca de la entropía”, si aquella famosa palabra que su padre definía como “transformación”. Y le solía dar ejemplos muy simples: cuando un plato se rompe ya no es posible a que sea igual otra vez. Por más que se intente pegar todos los pedazos. O cuando mezclas el agua, la leche, el café y el azúcar para prepararte un café con leche, entonces ya no se podrá separarlos otra vez, el universo ha quedado transformado para siempre.
Cuánta razón tenía-pensó con tristeza Gabriel- Si Beatriz, Pedro y él jamás se hubiesen mezclado, cada uno seguiría el curso de sus vidas como si nada. Pero fue la pasión lo que los mezclo. Él se había enamorado perdidamente de Beatriz, ella se había enamorado de su dinero y finalmente Pedro estaba enganchado con Beatriz porque ella le proporcionaba la droga que necesitaba. Y luego fueron los celos, cuando él tuvo la desgracia de encontrarlos a los dos haciendo el amor en su propia cama, luego que se había ido de viaje y le había dejado como siempre la llave a Beatriz. Y luego una locura temporal que lo empujo a descargar los doce tiros de su pistola sobre ambos.
Nada hubiese pasado si no nos hubiésemos mezclado-una vez más se lamentó-. Mientras se dirigía a su celda donde pasaría el resto de sus días.
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