El dolor de muelas me horadó las encías en Santo Jonás de los Plátanos, un pueblito de la sierra donde investigaba sobre los albaricoques gestantes de drupas cuatas. Un viejo encobijado que me acompañaba no dudó en montarme en su burro, al que le arrimó un buen chicotazo para que trotara, por lo que en cuestión de media hora llegamos a la botica del pueblo.

El boticario en su vida había sacado un diente a pesar de que tenía ideas vagas de los nombres de los molares, premolares, colmillos y demás fauna. Sin embargo se compadeció de mi rostro de San Anacleto en la hoguera y llamó a su esposa.

Se trataba de una señora que paseaba a un niño atado a la espalda con un rebozo de bolitas que vi de todos los colores. Recuerdo que tenía bordados varios hipopótamos saltando unas vallas como borregos en el sueño de un insomne.

La señora se movió mal y le acomodó un santo fregadazo al chiquillo que berreó con ganas; de modo que la mujer le dio la vuelta con destreza, lo desamarró y empezó a besarlo por todas partes.

El boticario la desaprobó con acritud y le encargó el local donde ni las moscas se paraban. Luego me hizo pasar a un área rebosante de gallinas y guajolotes y me pidió que aguardara, dándome lo primero que tuvo a la mano para “calmar” mi dolencia: unas aspirinas y un frutsi congelado para pegarlo en el cachete.

No sé cuánto tiempo estuve con la tatema a punto de estallar y los piquetes expansivos en la mejilla. Sólo recuerdo que el boticario volvió con cuatro hombres fornidos, espantados y apestosos, a quienes les dio instrucciones precisas. Ellos asentían a todo, limpiándose el sudor con pañuelos de cuadros rojos que nada más les paseaban los pelos sobre la frente. Por cierto, ni las gorras se quitaron para saludar.

Debo reconocer que el boticario era de armas tomar, lo que no se creería al ver su rostro blandengue casi tapado por el sombrero. Entró a su changarro. Revolvió peptos bismoles, jeringas, gasas, condones extra lubricados y cotonetes, y agarró un artilugio alienígena como pinza con resortes.

Se llevó la mano al bolsillo trasero y extrajo una anforita de ron El Esquimal, que tenía un hombrecillo chato y peludo sofocado con pieles tras un iglú. “Tenga, retáquesela toda, orita que acabe me la paga”. Ya no supe si hablaba de algún desquite artero, pues mi diestra se estiró como si fuera la de un cyborg y condujo el licor a mi boca.

Di cuenta del veneno aquel mientras el boticario platicaba con los otros de si ya habían castrado a los marranos, que si las mulas al fin estaban desparasitadas, y demás barbaridades…


En un momento dado, un sujeto era atenazado por todas las extremidades que un hombre puede cimbrar, y otro se encaramaba sobre él, metiéndole los dedos callosos en los labios para estirarlos como ligas. El penitente estaba ebrio pero sintió que le arrancaban el lóbulo frontal en pedacitos y que ni siquiera podía gritar como cualquier criatura en este valle de lágrimas.

Está de más aclarar que el atormentado soy yo. Y que el martirio acabó con un tirón brutal del boticario, que se fue de nalgas sobre el piso de cemento agrietado, haciendo cacarear a tres gallinas cacarizas, con los dientes pelones de contento mientras levantaba como trofeo mi premolar izquierdo superior.

Temo desilusionar a quien espera el testimonio completo sobre la extracción de una muela con los métodos crudos de la Edad Media, pues perdí el conocimiento.