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La vida es tan injusta. Usted creerá que peco con la más llana hipocresía, pero tal vez esté siendo injusto yo mismo con la vida. Esta rebelde señora saca lo mejor de uno, pero como dice el refrán, por un lado te da y por el otro te quita. Esos valles que encontramos tan encantadores, parecen ser justo lo que uno desea y en tales momentos, feliz y abiertamente, se le agradece a la vida. A pesar de instancias tales, suceden con mayor frecuencia situaciones en las que de pronto, un momento, una disposición casual de los hechos, las personas y todo lo que a uno lo puede rodear, repentinamente tengan un sabor a injusto. No estoy desdichando a la injusticia, que tanto nos puede hacer sentir vivos y más sabios. Simplemente es un descargo.

Una injusticia puede presentarse de la forma más extravagante. Es habitual que surjan injusticias a partir de la mala praxis de un juez, la sobreexigencia de un jefe, la falta de personalidad de un árbitro, pero no me refiero a ninguna de ellas. El tipo de sinrazones que intento definir y describir no identifica culpables. Es azar. La víctima siente que la injusticia le desgarra el alma, que lo aplasta, como en una película de acción donde el héroe se encuentra en una habitación donde las paredes móviles se juntan. Y no sabe el porqué ni a pedido de quién. La religión tendrá sus teorías simplistas o consoladoras, pero a mí no me bastan. La mencionada desdicha termina por meterse dentro de uno y se hace un viaje eterno el darle partida. Pero la vida, tal vez, esté concebida de esta manera y me atrevo a decir que todo individuo ha tenido que sortear semejante cuestión. Es por esto que necesito compartir –descargar, vomitar en el papel – esta historia.

Iba ocasionalmente en el 147. El rutinario 147. Nada indicaba que el día debiera ser distinto a lo que siempre es por acá. Obligaciones, descanso, ocio. Una fórmula convencional por estos pagos, que deja tanto formidables como horribles recuerdos. El caso es que volvía de una grata tarde de cervezas y maní, después del laburo,con los amigos de siempre. La siempre reconfortante amistad. Basta con dos sillas y una buena birra para hacer como si años de no estar en contacto parezcan breves segundos. Sin embargo, a pesar de este recurso precioso, la casualidad puede lograr que la sonrisa que te prolongaban tus hermanos por el resto del día, expire, y tu mundo se torne rápidamente en pena.

Como contaba, con el chaleco todavía puesto y el 38 en la cintura, viajaba en el colectivo que conectaba mi viejo trabajo con mi casa de toda la vida. Llegaba al fantástico barrio que me vio crecer. Con la mirada perdida atravesando la ventana, tenía en mi mente un blanco espectral. Un vacío sin perturbación alguna. Estaba en esas situaciones en que en nada se piensa y de esa misma nada, es probable encontrarse con la más absurda –sin embargo brillante- idea. Pero un simple sonido interrumpió mi estabilidad, como una piedra en un lago, como un terremoto en una ciudad. Directamente ligado a ese sonido, por cuestiones biológicas que no estoy aquí para explicar, vino una imagen. Mil imágenes. Al principio borrosas pero después, con el correr de los segundos, se hacían más nítidas en mi cabeza. Una voz que no le pertenecía a nadie que yo reconociese. Pero una voz que despertó en mi memoria un recuerdo que yo creía haber enterrado hacía ya muchos años.

Una sonrisa. Una insufrible y penosamente inconfundible sonrisa. No había nada igual en mi química base de datos. Nada se le parecía. Miré el asiento de donde provenía esa voz y vi una mujer como cualquier otra, que probablemente compartía conmigo el motivo del viaje: la rutina. O tal vez no, pero sin dudas no estaba allí para imprimirme semejantes páginas de tortura. Mis manos instantáneamente taparon mis ojos y presionaron con furia, como si se tratara de un acto reflejo válido para borrar las imágenes que proyectaban esas cuerdas vocales ajenas en mi mente. Podría, simplemente, haber salido 5 minutos antes del bar y haber evitado ese condenado 147. Distinto destino podría haber enfrentado si no hubiese conseguido las monedas necesarias para pagar ese maldito boleto. El dado del azar podrá tener infinitas caras, pero sólo una queda boca arriba. Y estratégicamente todo se acomoda y uno siente la injusticia de la vida tocándole el hombro.

La conversación de la chica del asiento vecino fluía y las imágenes, ahora completamente identificables y sonorizadas, no encontraban motivo alguno para detenerse. Comienzo a preguntarme el porqué de tal suceso. No encuentro respuestas. Increíble es que, una simple manera de hablar me transporte a una persona, más allá de que ésta esté enterrada en el olvido. Al menos así lo creía. Pero, como en tantas otras ocasiones, la injusticia juega su rol.

Llega casualmente el final del recorrido. Me pregunto, de manera casi retórica, mientras deslizo mis pies escalón tras escalón, si esta tortura emocional va a encontrar continuidad fuera del transporte público. La respuesta es la esperada. Camino pausado, tratando de olvidar el suceso, algo evidentemente imposible de alcanzar. Maldigo tanto a la mujer del colectivo como a la real culpable de mi sufrimiento. Mi poca experiencia emocional no me ayuda a comprender cómo una mujer puede dejar una huella tan profunda en mi retina, mis oídos, mi memoria. Lo concibo como la mayor de las injusticias, haber desperdiciado tanto tiempo y esfuerzos en borrar algo imborrable, haber creído que el tiempo todo lo cura, en confiar en que otro amor va a lograr superar algo tan puro como el primer amor. Un primer amor que ha hecho sufrir tanto, aunque se recuerde con nostalgia. Repito, mi poca experiencia emocional provoca la convergencia de todos estos factores, desembocando en el sentimiento arrollador, aquel que te hace sentir una víctima más de la injusticia. Usted se preguntará: ¿Por qué injusticia? Cuando uno se brinda entero, profundo, con sinceridad y autenticidad, sin hipocresías -así de puro fue mi primer amor- y la vida te da tales cachetadas, es la única palabra que logra definir la situación.

Por tales motivos llego a mi casa consternado, agobiado y sudando -como rara vez lo hago-. Los nervios surgen al mismo tiempo que una descabellada idea. La del descargo. Enfrentar a esta bendita mujer y liberarse. Encontrarla y tapar agujeros en el alma, tratar de cicatrizar con el enfrentamiento. No logro definir un plan de ejecución, algo intrínseco de mi persona, y de todas maneras me encuentro en un taxi yendo a visitar a mi pasado. En el viaje debato conmigo mismo: ¿Ridiculez o coraje? ¿Imbecilidad o Sabiduría? Los hemisferios de mi cabeza no logran congeniar y yo continúo viajando por inercia, cuando también emerge la cobardía. Era inviable bajarme del taxi pero el sentimiento estaba latente. Latía cada vez más fuerte, desbaratando mi espontaneidad. En segundos logro controlar mi interior y convencerme de abandonar completamente esa horrible idea.

El taxi me deja en la esquina. Pago. El deseo de acabar con esto me abruma y bajo rápido del vehículo. Levanto la cabeza y veo la sonrisa que se asomaba por la ventana de la casa. Lo que mi imaginación proyectaba hacía pocas horas en el colectivo, se materializaba. Siento que llegó el momento, no tengo la menor duda que el descargo será curador. Comienzo a levantar la mano y esta choca con el bulto en mi cinturón. Extrañamente me desconcierto. Revive la sensación de equivocación y acobardamiento, a la vez que una iracunda rabia. Doy el siguiente paso con la seguridad de estar haciendo lo más conveniente.

Texto agregado el 10-06-2014, y leído por 62 visitantes. (0 votos)


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