Les veía en las noches al intentar dormir. Entre la oscuridad lograba distinguir sus largas orejas, su barba, su cuerpo blanco, muy peludo. Median unos cincuenta centímetros quizás, sus zapatos eran puntiagudos y largos como si sus pies fueran la parte más grande de su cuerpo.
No hablaban, o por lo menos yo nunca los escuché. ¿Eran mudos quizás?
No les importaba cuantas veces les dijera que se fueran, ellos no hacían caso. ¿Serian sordos a lo mejor?
Lo que más recuerdo eran sus rostros. Quedaron grabados en mí. No expresaban nada. No eran feos, tampoco eran bonitos. No se reían ni hacían gestos. Nada.
La visita de estos pequeños visitantes nocturnos me tenían con un insomnio horrible, solo lograba dormir un par de horas por la madrugada.
Era tiempo de escuela y mis papás, incrédulos, pensaban que el poco ánimo de levantarme cada mañana se debía a la flojera típica de cualquier niño de mi edad, buscando excusas y sin ganas de ir al colegio.
Les conté lo que veía, dijeron que era mi imaginación. Como no.
¿Mi imaginación? ¿Para qué iba a imaginarme yo algo que me provocara tanto miedo?
Les conté a mis profesores. Les dije que hice pruebas para comprobar que era verdad.
Cada noche dejaba un par de zapatos al lado de la cama. Cada mañana uno de los zapatos estaba en la pieza de mi hermano.
¿Cómo había llegado allá? Mi imaginación de seguro.
Mis profesores me escucharon, no se burlaron y me hablaron de tal forma que me hicieron sentir que me habían creído y, basándose en lo que dije, y en que me quedaba dormida a mitad de las clases, asumieron que tenía un problema.
Psicólogo, esa fue su solución. Que otra podría ser, no es muy común que digamos ir por la vida viendo duendes cada noche.
Pasaron varios días sin ver a los traviesos seres-esconde- zapatos. Pude dormir en paz, quizá por las pastillas que me hacían tomar, quizá por las conversaciones con la psicóloga.
Noches reconfortantes otra vez. No era necesario taparme la cabeza con la almohada. Nadie me tironeaba las sábanas ni escondía mis zapatos. O al menos no alcanzaba a notarlo antes de dormir o de que me durmieran.
Me convencí a mi misma que los duendes eran parte de mi imaginación.
Seis o siete pequeños seres eran los que venían a visitarme en mis noches de infancia, aunque en realidad no estoy segura si su intención era verme porque nunca me hablaron, nunca hicieron gestos, nunca me miraron; excepto una vez, sí, excepto una vez… |