ÑAÑI
Las puertas de hierro se cerraron a nuestras espaldas. Piedras redondas dibujaban un caminito bordeado de flores blancas y amarillas. Mi hermana me tomó de la mano muy fuerte y pude percibir que temblaba y su húmeda mano me decía que su miedo era igual al mío. No pude evitar que unas lágrimas se me escaparan pero fue un alivio para desenredar el terrible nudo que tenía en la garganta. La miré y se estaba mordiendo los labios tan fuerte, que un hilo de sangre empezaba a mezclarse con sus lágrimas y mocos.
- No pasa nada ñañita, le dije, no tengas miedo.
Ella me apretó con más fuerza la mano y empezó a caminar con prisa, balanceando su pequeño maletín de gamuza marrón lleno de tesoros.
- Ñañi, no quiero estar aquí, tengo miedo, extraño a mamá y a papá.
- Ya te dije, no tengas miedo, nos vamos a escapar.
Yo tenía 9 años y mi hermana era un año mayor. Llegamos a la habitación, según las indicaciones de la monja que cerró la puerta de hierro, y supusimos que las dos camas sin hacer eran las nuestras. Era una habitación larga, con unas paredes altas y un gran ventanal a un costado, las camas eran de hierro blanco y estaban separadas por una mesita de noche.
Cristina abrió su maletín de gamuza y sacó sus cuentos y su crema de cereza, que guardó en el cajón, un pequeño botiquín y toallas intimas por si nos hacíamos señoritas en el camino. Todo estaba previsto de tal manera que dos años después, nuestros padres nos recogerían para regresar a casa. Ellos estarían en otro país por cuestiones de trabajo y no podían llevarnos.
Me senté en el colchón sin sábana, me moví un poco a ver que tan suave era, la cama chirriaba cada vez que yo brincaba, empecé a hacerlo a propósito y la miraba a mi hermana con cara graciosa y haciendo muecas para que se riera. Ella empezó a reír y yo me tranquilicé al verla mejor. Sacamos las sábanas y tendimos las camas como nos había enseñado mamá, primero la sábana elástica, luego la sábana llana, la cobija encima y las esquinas siempre dobladas en triangulo, luego el cobertor y las almohadas con sus respectivas fundas. Lo habíamos practicado tantas veces con mamá que lo hicimos muy bien. Una monja bajita de lentes puntiagudos entró y nos saludó. Nos indicó que a las 6 de la tarde deberíamos bajar a merendar y que allí conoceríamos a las demás niñas.
Mientras la monja hablaba dirigiéndose a mi hermana por ser la mayor, yo le miraba las botas ortopédicas, unos diminutos pies cuyas puntas se miraban, cuando terminó de hablar se retiró caminando con un bamboleo gracioso, como un pingüino y señalando sus pies, para que Cristina viera, no pude aguantar y lancé una carcajada sonora. De golpe la monja se viró y me miró fijamente a los ojos, mi hermana aterrorizada me miró con ojos de plato mientras que yo no podía dejar de reir.
-¿ Qué le sucede Silvana? ¿Hay algo gracioso aquí?
- No hermana, es que cuando estoy triste me río para no llorar.
La monja se alejó refunfuñando que cada día los niños estaban más locos y que deberíamos agradecerle a Dios el poder estar en ese prestigioso Colegio.
Nos arrimamos al frío ventanal, nuestro aliento opacaba el vidrio e inventamos el juego de las palabras, cada una escribía una palabra, la que más le gustaba, pero la otra no la podía repetir. El problema se dio cuando Cristina escribió “mamá” y yo la miré disgustada y escribí “papá”, de pronto las borré con la mano y le dije que esas dos palabras no las podíamos escribir, eran las únicas dos palabras prohibidas, porque no entraban en el juego.
Ella escribió “manzana” y yo escribí “bicicleta” y recordé mi bicicleta color naranja que había quedado arrimada al portón del garaje. Seguramente papá ya la había guardado junto con nuestras cosas que habíamos dejado. Y así seguimos por un buen rato, “gato”, “plastilina”, “pastel”, “columpios” hasta que escuchamos un timbre y supusimos que era el aviso para bajar a merendar. Miramos el reloj y efectivamente, faltaban 5 minutos para las 6 de la tarde. Corrimos a lavarnos las manos y la monja de las botas nos estaba esperando para indicarnos el camino al comedor.
Cuando entramos, todas nos miraron, éramos las nuevas, la monja nos indicó nuestras sillas, yo en una mesa con unas niñas más pequeñas y mi hermana junto a unas chicas mayores.
- No es bueno que pasen mucho tiempo juntas, dijo la monja, apretando los labios y sobándose una mano con la otra sin enredar el rosario que le colgaba de una de ellas.
La comida era asquerosa, una sopa de coles con papas sin sabor a nada, y para beber agua. Cristina me miró de reojo y yo le hice señas para que no coma. Ella negó con la cabeza, tomó la cuchara y empezó a comer.
- Bastaaaa!!!! Gritó la monja, tomándole de la oreja, ¿Qué no te han enseñado a bendecir los alimentos antes de servírtelos? Dijo gritando.
- Me levanté muy disgustada y me abalancé contra la monja, otra más alta me quitó de encima de la monja que gritaba y vociferaba en contra de mi hermana..- pagana, -pagana!!
- Se lo voy a decir a mi papá!!! Le gritaba yo. Algunas niñas seguían comiendo impávidas y otras se reían entre dientes mirándonos.
La pobre Cristina, lloraba desconsolada mientras que la monja le obligaba a tomar la sopa y agradecer cada cucharada. Yo me negué a probarla y me quedé muy tiesa pegada a la silla.
- Prefiero morirme de hambre a comer esta porquería, grité.
- Pero esta es una infeliz!!, de dónde la habrán sacado.
La monja se acercó, me tomó de la blusa y me arrastró hasta la habitación. Me lanzó sobre la cama y me dijo que no probaría bocado hasta el día siguiente. Apenas la monja se hubo marchado con una portazo, abrí mi bolsito de tela escocesa y saqué una barra de chocolate que me había comprado papá en el camino.
Al poco rato empezaron a llegar las niñas, en silencio total y mirando el piso, tomaban una toalla, un vasito y cepillo de dientes y se dirigían en fila silenciosa al baño, yo las miraba y buscaba a mi hermana, no la veía por ningún lado.
Las seguí al baño y le pregunté a una niña de trenzas por mi hermana. Me dijo que la monja superiora había llegado al comedor y había dicho que Cristina debía hacer penitencia y pasar esa noche en el comedor, sola y a oscuras.
Yo le dije que eso no podía ser, mi hermanita tenía pánico a la oscuridad y desde siempre habíamos dormido una cerca de la otra, corrí escaleras abajo y me topé con dos monjas que entraban a la capilla entre risitas junto al cura y les pedí que me ayuden a sacar a mi hermana del comedor, les supliqué que la sacaran, que ella tenía mucho miedo de estar sola en un lugar oscuro.
Ninguna palabra fue suficiente, mis pequeñas manos estaban adoloridas de tanto golpear la puerta del comedor y escuchaba al otro lado los gritos desesperados de mi hermanita.
Al día siguiente todo era nada. Todos corrían de un lado a otro. La ambulancia entró hasta el patio de la escuela. Los paramédicos sacaron del comedor, el cuerpo inerte de una niña que se había escapado de la cama quien sabe si para robar comida, se había quedado atrapada toda la noche y el frío había hecho lo suyo.
Me quedé parada exhalando sobre el vidrio frío, escribiendo ñañi, ñañi, ñañi…..y tragándome las palabras que nunca más pude pronunciar.
7 de junio de 2014
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