Me detuve en ti bajo la enagua de una luna amenazante, como un suicidio de la sangre reptando en los laberintos de tu vientre. Junto a la noche enredada entre las lenguas que saciaban mis espectros, en un aquelarre de labios estallando con las formas. Fui líquido fluyendo estrepitoso en el andar de tu figura, manantial saciado por las bocas o gemir arrebatado tras los sorbos; el lento transcurrir de los sollozos, la vida cifrando los temblores o un instante mortuorio robado de mis pechos. Mientras la ciudad se desnudaba ante el murmullo de las ranas; nosotros, poseídos e informes, declinábamos el celo en una marea eterna de goces. Y la tierra se fugaba como un soplo de felicidad entre las manos, en una implosión de los orgasmos fecundos y sagrados, ascendiendo con las vísceras. Bajo la piel, mi alma trascendía la meseta de tu espalda, como un hilo de placer iluminado y milagroso detonando entre los dedos, y las aguas se agitaban circunscriptas a mi pubis, infinitas y distantes. Después, la oscuridad gimiendo tras los tiempos, latiendo expuesta al padecer de los instantes, indisoluble, humana, como un albergue de mis islas saboreadas por tus labios; las calles desiertas de tus ojos, ese mirar expuesto entre las márgenes bajo el equilibrio de un espasmo, tu aliento desbordado por mi cuello, paralelo, erecto, confluyendo en el abismo de mi vientre.
Ana Cecilia.
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