“Soy saludablemente insoportable”, dijo Santiago y corrió, con un ligero movimiento de mano, la bombilla del mate, desparramando la yerba, para irritar a Carla, que lo miraba sentada desde la mesada de la cocina, sentada. Tenía puesto una minifalda de jean blanca, que dejaba ver, a quién se animara, un poco de sus muslos firmes y tostados por el sol del verano, al que se entregaba durante las siestas.
“Tiene que haber una mínima medida de conflicto, sino se va todo a la mierda” – continuó.
Desde la radio se escuchaba un tango, algo triste, algo desafinado. No importaba, la perfección conduce, casi siempre, al tedio. Eso pensó Carla, mientras observaba desde detrás de la ventana de la cocina –la mesada era un buen lugar para sentarse- los autos que pasaban intermitentes por la calle empedrada, en la que el polvo se levantaba y danzaba con el viento cálido de enero. También pensó en ese lugar: era la primera vez que se iban de vacaciones juntos, los dos solos, como pareja, y no les estaba yendo para nada bien.
Huellas se extendía por menos de diez kilómetros, siguiendo la línea oblicua de un arroyo. Habían llegado hasta ahí desde Rosario, por esa magia de los trenes que se unen, se ramifican, se convergen y llevan a destinos impensados, como si el país se fuera inventando a cada metro de riel, como si el tren fuera el motor de la historia y la geografía, idea no del todo ingenua.
El paisaje arisco, perpetuo y aburrido dilataba las horas. La falta de electricidad ayudaba. Les habían quedado pocos libros, la mayoría los habían vendido en las diferentes estaciones o plazas en las que estuvieron, para comprar comida, cuando no los canjeaban directamente por ella. Un plato de guiso, un pancho con papas fritas, una docena de medialunas.
No estaban arrepentidos, pero eran dos, y dos nunca es un buen número, porque está demasiado cerca del uno, es decir, de la locura.
-Antes te bancaba más, Santi. Debe ser este lugar. Cualquiera me sería insoportable en este lugar- dijo Carla, mientras bajaba de la mesada con un pequeño salto que hizo rebotar sus pequeñas tetas.
-No te creas –replicó Santiago- yo soy el más insoportable. Acá, en La Quiaca, en Capital. Vos lo sabés; por eso estás conmigo.
-Tenés razón. Menos en lo de que por eso estoy con vos.
Santiago estaba grande. Su flacura, enérgica durante algún tiempo de su juventud, ahora se parecía más a la consecuencia de una enfermedad desgastante. Se había dejado la barba, que ya empezaba a mostrar algunos pelitos blancos. Vestía siempre con camisas a cuadros, de diferentes colores (roja, blanca, azul y verde, negra, violeta) y con uno o dos pantalones negros y azules, que guardaba desde los primeros años de matrimonio. Carla, en cambio, hacía notar la diferencia de diez años. Atlética, su figura parecía aún la de una niña, y la trenza que se hacía en el pelo rojizo daba la sensación de estar frente a una chica de doce años. Sólo se distinguía madurez en sus ojos, negros y grandes, exorcizantes.
El primer encuentro había sido en carnaval. La fugacidad de colores y luces que pasaban por la calle no evitó que Santiago “fichara” a quién sería, apenas meses después, su mujer. Se casaron por esa ansiedad del primer amor, esa sensación de certeza que da el estar emperradamente enamorado.
Nadie se opuso. El novio era, por entonces, un importante trabajador del CFM (Centro de Fabricación Metalúrgico) y la novia, por entonces, la mujer más linda de Rosario.
En el primer año de casados, pudieron comprar -con ahorros que Santiago tenía y ayudado por un crédito que, luego, pediría a su suegro- una pequeña casa baja en los suburbios de Carbona, Provincia de Santa Fe. Allí se instalaron, e hicieron de esa conjunción de cemento y aberturas lo que algunos llaman “hogar”. Santiago tenía veintinueve años y su mujer diecinueve, pero parecían de la misma edad. Parecían, a decir verdad, una misma persona. Muchas veces, en locales y comercios de la ciudad, se los confundieron con hermanos. Me han dicho que, en Carbona, aún algunos piensan que fueron hermanos, aunque sea una vez.
Nunca cambiaron de casa. Pero, después de doce años de gran trabajo, pudieron darse el lujo que se tenían prometido desde antes de casarse: unas vacaciones de seis meses, recorriendo el tren el país.
No había, en esa idea, ninguna misión pseudo-social, como estuvo de moda mucho tiempo, de ir a “la Argentina profunda” (¿Qué significaría eso después de todo?) a observar las realidades sociales que divergen del estrato más rico del país. No; nada de eso. Solo era un viaje, para nada introspectivo, para nada metafísico, con el único objetivo de ver paisajes y comer cosas diferentes, escuchar músicas diferentes y leer libros diferentes. Eran, en ese sentido, bastante superficiales. Yanina, hermana de Carla, era trabajadora social, y había sabido ir al norte en una misión alfabetizadora que fracasó estrepitosamente. Los chicos se morían de hambre, y, quién los podría culpar, les importaba un carajo saber que aquel mamífero cuadrúpedo que veían en las callecitas y los potreros podría simbolizarse con la palabra “caballo”.
“Ca-ba-llo”, pensó Carla mientras se acercaba al cuello de su esposo (¿era su esposo? ¿O era apenas lo que el tiempo había dejado de él?) Y le besaba, despacio, con una lentitud escandalosa, el cuello. La lengua, húmeda y caliente por el mate, se deslizaba por el pequeño cuello de Santiago, que podía ser abarcado por las manos de su esposa.
-Podría matarte- le dijo.
-Sí, en cualquier momento.
-¿Querés que lo haga? – dijo Carla, y Santiago vio en ella, en sus ojos, un dejo de ironía que lo petrificó. Se quedó callado; por un momento pensó que cualquier mujer podría haber sido su esposa, pero que era, después de todo, esta mujer que le preguntaba si tenía ganas o no de ser asesinado.
-Dejate de joder – le contestó, y la apartó con la parte posterior del brazo, empujándola suavemente. Carla exageró la situación y se tiró al piso. A los dos le dio gracia y rieron hasta que tres golpes en la pared –sucesivos, secos- los interrumpieron.
Habían parado en el pueblo porque la plata que tenían ya no les alcanzaba para movilizarse. Estaban alquilando una pieza, que pagarían con alguna changa que, luego, harían en el pueblo. Llevaban una libreta de anotaciones, en las que describían lugares y personas. Una de esas personas, anotada como Fabricio, era el dueño del hotel. “Callado, parco, no habla más que lo necesario. Tiene el recelo de los gauchos, la introspección y el egoísmo”. Así lo describía la libreta, en una letra que parecía de mujer, de Carla. Lo vieron por primera vez al entrar al pueblo, por la avenida principal (una de las únicas asfaltada) y parar en el primer barcito que encontraron. Estaba tomando una ginebra, de alpargatas y camisa. Una promitente panza le impedía moverse con ligereza. El peón del boliche le hablaba, y él solo se limitaba a asentir con la cabeza, mirando para una esquina, como quien quiere evitar una conversación.
Santiago se adelantó y preguntó si había, en el pueblo, un lugar donde quedarse. No tardó en contestarle uno de los parroquianos: “acá Fabricio tiene un lugar”.
-Síganme, que los llevo- dijo, y se levantó dirigiéndose a la puerta, sin saludar a ninguno de los dos.
La pareja saludó y se fue. Fabricio los llevó en su auto, un Renault bastante nuevo. Ninguno de los dos pudo precisar el modelo. Siguieron por la asfaltada y -Santiago contó siete cuadras- doblaron en una callecita de empedrada. Justo en el medio de la manzana se encontraba una casa vieja, en la que, atravesando el zaguán, se veía una galería con varias puertas que daban a las supuestas habitaciones. “Parecía construida desde principio del siglo pasado”, escribió la pareja en la libreta.
El anfitrión, alto y gordo, con la camisa manchada, los llevó hasta una de las puertas de la galería. Una puerta de madera, pesada y ancha, con el número nueve. Sacó del bolsillo de la bombacha un manojo de llaves sin ninguna inscripción y probó dos o tres hasta encontrar la que, finalmente, abrió la puerta.
-Pueden quedarse en esta. Tiene baño, living-comedor, y una cocina que da a la calle- dijo, mientras encendía la luz.
-Está bien. Por el tema de la plata…
-No se preocupen, me lo pagan cuando puedan. Todos los que llegan acá llegan sin un mago.
Lo dijo riéndose, y pareció, en ese momento, simpático. Después volvió a la seriedad característica de su persona. Les entregó una llave, y luego una más pequeña para el baño, los saludó y se fue.
Como era temprano, decidieron dejar los bolsos en la pieza y salir a dar una vuelta por el pueblo. El sol iluminaba la galería de baldosas blancas y negras, enérgico en esa hora de la siesta en que resplandece con mayor magnitud. Antes de irse, dejaron una ventana de la habitación abierta, para que se fuera el olor a humedad.
Era pequeño el pueblo. Recorrieron la mayor parte en menos de una hora. Las calles de tierra, empedradas o entoscadas, algunas asfaltadas, se extendían anchas, y servían de camino para los caballos que pasaban tirados por algunos peones, que saludaban con un tímido movimiento de cabeza a la pareja que miraba, como perdidos, cada rincón de los baldíos y las casas despintadas que cubrían, intermitentes y alejadas, irregulares, las manzanas del pueblo. Cada tanto se asomaba una vieja, o unos chicos, y alzaban el cuello para ver mejor a los visitantes. Parecían querer reconocerlos, como si su llegada hubiera estado anunciada. O se debía, quizás, a la extrañeza que provocaba la novedad de su presencia.
El golpe se repitió, pero cada vez más leve. Fue decreciendo hasta que desapareció, mientras escuchaban, atentos, expectantes de algún golpe más. Santiago fue el primero en parase, y ayudó, extendiendo los brazos, a que se levantara Carla, que, con sus saltito característico, quedo erguida frente a él, mirándolo con desconfianza.
-¿Vos viste que estuviera ocupada la habitación de al lado?
-No, cuando llegamos no había nadie, pero por ahí tenemos vecinos.
-Qué raro, no parece un pueblo tan concurrido- dijo Carla, como pensándolo, como en voz baja, como en un murmullo. Su pollera blanca estaba ahora cubierta de tierra, del piso mal barrido. Santiago se quedó callado un momento, queriendo escuchar otra cosa. No se escuchó nada.
Un almacén, a la vuelta, se anunciaba con una pequeña pizarra de metal negro. Almacén “Los Faroles”, escrito con tiza blanca, y algunas ofertas. “Vamos a comprar algo para comer”, dijo Carla, y entraron, atravesando la cortina y el mosquitero que cubría la entrada.
Los atendió una señora pequeña, casi enana, que se cubría con un delantal de cocina manchado, verde moco. Pidieron unos tomates, unos fideos caseros, ajo, sal, perejil, un vino barato, algo de fruta, nuez, y pagaron, con dolor, algunos pesos. Casi no les quedaba plata. La mujer envolvió todo con diario, y lo guardo en una bolsa de papel madera. Cuando se fueron, le preguntó a su marido, que cebaba mate sentado contra la pared y una garrafa, quiénes eran. El viejo contestó: “unos perdidos”.
Volvieron a la casona cuando ya era de noche. La galería estaba ahora iluminada por unas lámparas de gas anacrónicas, y hacían que las sombras de cualquiera parecieran monstruosas. Mientras se dirigían a la pieza, se asomó Fabricio y los saludó, invitándolos a comer con él.
-No gracias –respondió Santiago- recién compramos algo para cocinar. En otra ocasión.
Fabricio se encogió de hombros y volvió para su habitación, la primera, la más cerca a la salida.
Antes de cocinar (Carla era muy buena cocinera) se sentaron a tomar unos mates. Santiago se sentó en una silla de la mesa de la cocina, y Carla en la mesada.
Cuando apoyó la cola, bruscamente, sobre la mesada, Santiago ya sabía lo que tenía que esperar. Reclamos, y más reclamos. Había salido, meses atrás, con una mujer, y Carla aún estaba dolida por eso. Se llamaba Jimena, y la conoció en un taller de lectura que dio la municipalidad de Rosario. Jimena era gordita, usaba siempre tacos negros y se hacía un rodete en el pelo que le quedaba como a una geisha. Se le sentó al lado, lo miró por arriba de sus anteojos de marco grueso, y le preguntó si era la clase de Bolaño. Él asintió, y se quedó inmóvil, esperando que esa mujer le volviera a hablar, para mirar, de nuevo, sus labios moverse. Después de la clase, Jimena lo invitó a tomar un café. Era una mujer que tomaba la iniciativa, que no se quedaba en el molde, que atropellaba con su belleza latinoamericana, de mujer corpulenta, alta y ganadora. Santiago se sentía algo intimidado cuando estaba con ella, incluso cuando, después del café, ello lo invitó a su departamento e hicieron el amor.
Dos meses estuvieron viéndose, encontrándose en cada lugar de la ciudad, en cada plaza, en cada bar, en cada hotel. Incluso Santiago llegó a llevarla a su casa, pero no pudo tocarla cuando se acostaron en la cama que él compartía con su esposa. La culpa lo traicionó, y entonces, se apoyó en el pecho de Jimena y se quedó dormido. Ella fumaba, esperando lo que, Santiago piensa, sabía que iba a pasar. Carla llegó del trabajo, acalorada por las corridas en la pizzería –como era un sábado había tenido muchos clientes- y cuando abrió la puerta de su habitación, para tirar el bolso en la cama como hacía siempre que llegaba a su hogar, vio lo que tardaría tiempo en dejar de ver en pesadillas: al hombre que amaba dormido sobre el pecho desnudo, prominente, contario al de ella, de otra mujer. Santiago se despertó del portazo, y echó inmediatamente a Jimena, que mientras se ponía la bombacha reía, pero no de manera nerviosa, sino a carcajadas, como si ese par de meses hubiera sido el medio para llegar a ese momento, para que ella disfrutara con la culpa que se le veía a Santiago, y la vergüenza.
A partir de ese momento, todo fue una exagerada carrera por recuperar la confianza de Carla. El amor ya lo tenía porque, aunque cualquiera diga lo contrario, la infidelidad no termina con ningún amor. Poco a poco la convenció para que volviera a casa, a su casa, y dejara la case de su madre, en la que llevaba instalada desde la primer hora de lo que ella llamaba “el luto matrimonial”. Al final lo perdonó, Santiago le había prometido no ver más a Jimena. No la deseaba, de todas maneras. Carla le confesó que también había mirado a otros hombres, pero que jamás hubiera hecho algo así porque ella no era un “animalito”. Santiago se sintió humillado por mucho tiempo, y aún cree que fue en ese momento, al escuchar el portazo de su mujer yéndose de su vida, que descubrió lo que era amar a alguien.
Carla le reprochaba esos momentos (mal) vividos cada dos por tres. Todavía no se los había mencionado durante las vacaciones, pero él sabía que iba a pasar, que tenía que pasar. De todos modos la entendía, pero le daba impotencia no poder borrar eso del pasado. “Eso, y tantas cosas más”, pensaba mientras la miraba sentada en la mesada, mostrando los muslos tostados por los soles de la siesta. Él la ignoraba, la hacía irritar, desviaba el tema de conversación, le decía que era insoportable y que por eso hacía, por ejemplo, esas canchadas con el mate, para irritarla. En realidad, las hacía para que se olvidara, de una vez y para siempre, que además de hinchapelotas era –había sido- infiel.
“Tiene que existir un conflicto” le decía Santiago. Parecía apropósito, a Carla le daban ganas de matarlo, de ahorcar su pequeño cuello con sus manos. Pero lo quería, y era su marido. Y los golpes en la puerta la habían distraído. ¿Qué eran aquellos ruidos? ¿Quiénes los hacían?
-¿Cuándo volvemos?- preguntó, con la voz temblando.
-Mañana voy a salir a ver si consigo hace una changa. Algún viejo que tenga el pasto crecido va a haber.
-Seguro. Yo puedo ir a un almacén, y ayudar con la atención o con algunas cajas. O un bar, de moza.
-Apenas conseguimos la plata nos rajamos de acá. Es un embole este pueblo- dijo Santiago y la llevo, a upa, hasta la cama. La acostó ahí, apagó la luz y se pusieron a dormir. Un perro aullaba cada tanto, otros le respondían.
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