LA CAJA AZUL
Como todas las noches antes de cerrar sus ojos que invitan al sueño, Joaquín estira su mano derecha y baja la tapa de la pequeña caja de madera que está sobre la mesa de luz.
Apaga el velador.
La noche lo envuelve, lo cobija. Y se abandona al sueño. Se entrega en sus brazos.
A la noche siguiente se repite la misma escena. Ya es un ritual.
Y así, todas las noches de su vida.
Una noche, antes de acostarse, Joaquín se sienta en el borde de la cama, toma entre sus gastadas manos la caja de madera, la acaricia dulcemente, sus dedos en forma prolija se deslizan por los bordes.
Se detiene en los vértices.
Y nuevamente la caricia es total y en su rostro hay un dejo de alegría mezclada con tristeza.
En su mente hace jugar a su memoria.
¿Cuándo empezó todo?
¿Desde cuándo tiene la caja en su poder?
Y todo acude rápidamente al presente, las imágenes se apuran por salir del encierro.
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Y recuerda todo:
... El comienzo fue hace ocho años, cuando la cálida mano de su médico de cabecera lo tomó por los hombros y con voz fría le dijo que su corazón estaba gastado, que sus arterias coronarias apenan trabajaban para mantenerlo vivo y con voz científica le diagnosticó cardiopatía isquémica, que la vida, que su vida se iría yendo despacio, lentamente, que debía cuidarse mucho para vivir al menos unos años más.
Consultas.
Diagnósticos.
Estudios de alta complejidad.
Recetas.
Consejos.
Se habló de cirugía, de by pass y otras palabras raras que no entendió pero que decían todo.
Debía llevar una vida más que ordenada.
Cuidar los estados de ánimo, la alimentación, ejercicios físicos no muy severos pero caminar varias cuadras por día era lo aconsejable.
No quiso saber nada de la cirugía.
En la semipenumbra de su habitación, con la sola compañía del silencio, tirado en la cama de cara al techo, repasó algunos momentos importantes de su vida.
Su vida hasta los veinte años cuando se casó con María.
Sus cuatro hijos.
Sus cinco nietos.
La muerte de María, después de treinta años de vivir amándose tanto, víctima de un cáncer voraz.
Y ahora, su corazón quería detenerse.
Y se quedó dormido.
Al día siguiente, en una de sus diarias caminatas, pasó por un negocio de esos que compran y venden objetos usados y en la vidriera vio una caja de madera, no muy grande, del tamaño como las de zapatos y le interesó,
No pagó mucho por ella.
Ya en su casa, un poco de pintura y un pincel la dejaron como nueva y con un bello color: azul.
Intenso como el cielo.
Del color de los ángeles con quienes jugó siempre en su imaginación.
Como el inmenso mar.
Igual a los ojos de uno de sus hijos.
Sólo tuvo que cambiar la bisagra para que la tapa cerrara bien.
Y un día, en la soledad de su dormitorio, abrió la caja y decidió guardar en ella lo más importante de su vida: todos sus recuerdos.
Y muy lentamente, puso en su interior:
La imagen de María vestida de novia rumbo al altar el día de su casamiento...
el momento del nacimiento de cada uno de sus hijos...
el primer chupete de cada uno de ellos.
los primeros pasos inseguros hacia sus brazos...
el día que los acompañó en su primer día de clases...
el instante de la primera Comunión de cada hijo...
cuando fue padrino de casamiento de dos de ellos
las lágrimas de alegría al tener a cada nieto en sus brazos...
Y Joaquín vio que la caja no se llenaba y continuó poniéndole sus recuerdos...
Parecía todo mágico.
Hasta revivían los colores.
Puso...
Aquella canción que cantaba Sandro y decía Por ese palpitar, que tiene tu mirar... y tarareaban con María...
todos los días felices que vivió junto a su esposa...
el primer poema de amor escrito para ella...
el dolor al saber el diagnóstico de su enfermedad...
la pena de saber que lentamente se iba muriendo...
el día que quedó solo en esta casa tan grande...
el aviso de su médico que le anunció su pronta muerte...
Y nuevamente Joaquín vio que en la caja había lugar para más recuerdos.
Y cada noche siguió llenándola.
Incorporó las imágenes de su luna de miel en las sierras de Córdoba junto a María.
la forma de la panza del primer embarazo...
el primer diente de leche que le cayó a su hijo mayor...
el Muy Bien te felicito en aquel cuaderno inseguro de primer grado de su segundo hijo...
la foto de bailarina española de su hija sobre un escenario en la escuela...
puso la esperanza y la Fe nunca perdidas...
los ocres amarillentos de cada otoño...
el trabajo incansable del hornero al construir su casita en el viejo nogal del fondo de su casa...
los atardeceres de septiembre paseando con María en la vieja estación de trenes...
la ternura de su mascota, su perro fiel que vivió quince años...
las manos frías y el aliento congelado en los inviernos...
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Hoy, a los setenta años, Joaquín cada noche coloca, antes de dormirse, un nuevo recuerdo en la caja azul.
Y la caja no se llena nunca, cada vez tiene más lugar para ir guardando todo lo que vivió en tantos años.
Hace frío. Es invierno.
Esta mañana, mientras hacía la cola para cobrar su jubilación, un mareo lo hizo sentir mal.
Creyó que era pasajero.
A la hora exactamente se repitió la dolencia.
Por tercera vez y ya en su casa sintió que el mundo daba vueltas. Esta vez el mareo vino acompañado con una fuerte agitación y un dolor agudo en el pecho y su cuerpo se cubrió de un sudor frío, más frío que la sensación térmica de este mes de junio.
Supo que se aproximaba el fin anunciado e intentó llamar por teléfono a uno de sus hijos.
La mano quedó en el intento.
No quería molestar a nadie.
Se acostó de cara al techo y con esfuerzo estiró su mano derecha y abrió la caja azul.
La agitación era más notable, la respiración se aceleró y en su pecho, mil fuerzas de volcanes se agolpaban por salir.
Cerró los ojos. Gruesas lágrimas se deslizaron lentamente por el rostro y mojaron la almohada.
En un último intento, abrió la boca y empujando con la lengua sacó algo esférico. Era pequeñita, del tamaño de una aceituna y muy brillante.
Era su alma.
La depositó en su mano derecha y la colocó en la caja azul y bajó muy despacio la tapa. Fue lo último que guardó.
Como todas las mañana, su hijo mayor pasó a saludarlo y al no responder al llamado en la puerta, con su propia llave abrió y buscó por toda la casa.
Finalmente encontró a Joaquín en su cama, vestido, parecía dormido y de cara al techo.
Ya su vida había abandonado este mundo.
Su rostro tenía una serenidad asombrosa, una paz indescriptible.
Cuentan los nietos de Joaquín que todos los domingos, cuando se reúnen a comer el tradicional asado, después del postre, abren la caja azul, herencia del abuelo, y disfrutan de los recuerdos allí guardados.
Un ángel azul y muy brillante los acompaña siempre dejando en el ambiente un tenue aroma a rosas.
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