Ahora sin verlo, en el recuerdo,
en esa tarde tajeada, herida por el sol,
el mar se aparecía temible y azul,
y en lo distante, en lo lejano, allí sobre las aguas del Atlántico que iba a separarnos,
ese azul se perdía dentro de sus ojos,
de mirarlo.
Y en el pelo,
en la grácil catarata desprovista de colores, que gotea recien emergida,
aún con el océano en ella, sin querer dejarla, perteneciéndole...
se apoya la arena,
que es agua ausente,
y también es un silencio, para siempre.
Y en las piedras, la divinidad que maneja las sombras al mediodía, pinta:
la plena concepción del azabache.
La ausencia, la nada, esa suerte de agujero en la materia,
era el negro...
de su pelo rezumante, arreglado por las olas que jugaron con él, recién empapado,
y más adentro, en la distancia del infinito,
que nos confunde y es el horizonte, el dibujo del viento en el agua.
(y la Calima,
el polvo del Sahara queriendo tocarla, suspendido sobre el mar, suplicante.
Como niebla)
Coronan con labios canarios el espacio ligero, sutil de la cara,
Y te mata con los ojazos,
cuando te mira para siempre...
Los restos de la luna, aún en el día, como perdidos, le caían al barranco,
la edad,el verdadero paso del tiempo, nos llovía sin mojarnos.
La niña jugaba entre rocas del desierto.
El mar,
el miedo del azul, es como el cielo.
Pero abajo.
Y de pronto,
a duras penas, en la sed que quema,
hoscamente en el fondo, el oleum pretiosum se impregna de esmeralda.
Transitando la piedra,
en el pómulo rudo del que se aleja,
en esa nube de nostalgia que avanza sin ganas,
empujada por horarios,
doliéndole el color de la piel calcinada...
se marcha el forastero.
La perra soledad se meterá en su lecho,
se encarnará en su lengua.
Y es un solo hombre.
Hoy sin amigos, los que lo esperan cuando cruza mundo.
No se que formas extrañas,
que heridas, con el dibujo de ella, le duelen en las manos,
que ceremonias ya no necesita,
las lleva grabadas.
Un hombre solo, ahí va, con sus pobres huesos.
Quiere estar de una vez en el día siguiente.
|