El encuentro
Como nunca tuvo demasiada suerte, no daba crédito a lo que tenía entre las manos. En medio de la tediosa tarea de limpiar el desván, entre cajas raídas y sábanas amarillentas, encontró lo que parecía una aceitera de metal. Una lámpara de óleo bastante antigua que sería, por lo menos, de su bisabuela, esa que emigró desde Marruecos. “Je, si esto fuera un cuento, seguro que me salía un grandioso genio de dentro para concederme tres deseos”, se dijo a sí mismo mientras frotaba con ahínco la pieza, a fin de determinar si lo que la cubría era óxido o solo mugre.
Un “maldito árbitro, no tienes ni puta idea”, seguido de un “a tomar por culo y encima saca tarjeta el desgraciao”, atravesó el pasillo, sobresaltándole y sacándole de su ensimismamiento. Corrimientos de sillas, alguna que otra blasfemia más y el ruido de la cisterna. Debía haber terminado la primera parte. Le parecía injusto tener que estar ordenando la buhardilla mientras su hermano veía el fútbol con su padre. No es que quisiera ver el partido, pero tampoco le hacía ninguna gracia pasar la tarde del sábado entre telarañas mientras el idiota de Rubén se tocaba las narices. Y todo porque al señorito se le daba bien patear el balón. ¿Qué culpa tenía él de haber nacido con dos pies izquierdos -literalmente-? No era precisamente bueno en los deportes, era más de cansar la vista leyendo que las piernas corriendo. “Rata de biblioteca”, le llamaba su hermano desde críos, y caló hondo el mote, pues todos sus allegados le llamaban “Ratón”. No es que le importara demasiado, es sólo que… Cuando percibía el orgullo en el rostro de su padre viendo jugar a Rubén, no podía evitar sentir celos, y eso que tenía muchas cualidades, pero no parecían tan buenas como el hecho de patear una absurda pelota -“esférico, imbécil, llámalo esférico”, le parecía escucharles- durante 90 minutos con un puñao de tios sudorosos intentando que te piñes contra el suelo sin que les piten falta.
“¿Qué tendrá de especial?”, se preguntaba Ratón, volviendo a restregar con empeño la vieja lámpara. Acababa de comenzar la segunda parte, era evidente al oír cómo padre e hijo estaban totalmente entregados a una competición de eructos entre insulto e insulto al equipo visitante. “Si estuviera mamá habíais de comportaros como cerdos, si”, pensaba el muchacho. Su madre pasaba los sábados de marujeo jugando a la brisca con las vecinas.
“¡Goooooool!!” “¡Gooooooooool! ¡Gol, joder, goooooool! ¡Algún día cantaré igual tus goles, hijo!”, retumbó de súbito el vozarrón en toda la casa. En el fondo sentía envidia de su hermano, y soñó en voz alta. “Ojalá yo fuera una estrella del balón…”
No vio asomar la cabeza de un pequeño geniecillo turquesa por el cuello de la lámpara apenas dos segundos antes. No vio su diminuta sonrisa cuando escuchó su deseo. No se le ocurrió ni tan siquiera pensar que estaba formulando en alta voz un deseo. No se dio cuenta de lo poderosas que pueden ser las palabras, ni de las consecuencias de las mismas.
- ¿Dónde se ha metido tu hermano? No ha salido de desván en toda la tarde, ¿no?
- Creo que no, voy a ver qué hace.
Rubén subió las escaleras que daban al altillo.
- ¡Ratón! Ratón, sal de tu madriguera, ¡te llama papá!
Al no obtener respuesta, se apresuró a volver al salón a ver la prórroga, no sin antes coger del polvoriento suelo un objeto que no había visto antes.
- Ha debido escaparse a jugar a la calle, ahí no está.
- Ya me oirá cuando llegue. ¡Venga, que ya ha empezado! Cambian a Montes por un tal Ratón, je, como tu hermano.
- Si, ya quisiera el enano. Por cierto, papá, ¿puedo quedarme con este balón que estaba en el desván? ¡Tiene una estrella chulísima pintada!
® Raquel Contreras
Participante en el Reto de Literatura Fantástica, bajo la consigna: Cuento fantástico sobre fútbol.
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