I
Decía mi abuela que no era lo mismo “pérdida que perdida”, ella iba perdida al mercado, a la iglesia y llegó perdida hasta su muerte para quedar en pérdida.
Siempre recriminó esas ganas tan mías de un absolutismo sin retorno, ir de pérdida en pérdida, de abismo en abismo, desandar pocas veces mis pasos para regresar al lugar del que me había extraviado, o llegar a uno nuevo, regresar a mi norte o a mi sur, y solo haber estado un rato perdida.
II
“Pérdida: la muerte. Es mejor perdida en la vida”, solía repetirme mientras buscaba entre cebollas y carnes la sazón perfecta para mi desamor de temporada.
“Entonces quiero la pérdida de este amor maldito, de los recuerdos que se sueltan de él, que se pudran en un segundo, se desvanezcan y desaparezcan”, gritaba yo sin saber si mi llanto era el efecto de una cebolla clavada en el ojo o en el corazón.
Pero la Carmen reía, revolvía las verduras, y como si fuera el conjuro final de la sopa, insistía en que si quería una pérdida el vacío sería inminente que las pérdidas no se recuperan, y que solo tendría un hoyo negro infecundo que se cerniría en mis espacios desmantelados. - “… no tiene nada de malo que el amor esté perdido, déjalo que vaya sin rumbo, que se extravíe por el camino… quizás algún día vuelva. Si vas en pérdida no hay remedio, si estas perdida hay senda para andar y una estela de polvo tenue para poder retornar, a veces esperanza, a veces sueño. El gris violáceo simula una sombra que lucha por estar… Pérdida es jamás, adiós para siempre.”
III
La vieja Carmen tenía razón; al menos respecto de ella preferiría que estuviera perdida, y entonces tendría su hasta pronto, te veo luego, hasta mañana y no esta ausencia sin vuelta atrás.
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