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La peste del Insomnio se inoculó bajo los párpados de Gabriel cuando se metió a la computadora y leyó media noche sobre las enfermedades endémicas. Se enteró que “Xlorós” es una palabra griega que remite a la clorofila o “lo verde de la hoja”, pero que también es el color del cuarto potro del Apocalipsis, donde se montan Hades y Thánatos: Ser del inframundo y Muerte. Y que no tardó mucho para que los exégetas subieran en las ancas de ese equino a la Peste.

También supo que San Juan aclaraba la potestad de los jinetes sobre la cuarta ración de la especie humana. Pero que el santo asolado por la gota se quedó corto, pues la Calamidad extinguió a la tercera parte de Europa, sin contar el efecto de “la espada, el hambre y las fieras”, que también trotan con el Equus pallidus.

Ya metido de lleno, Gabriel observó incluso tintes espectrales. De modo que supo de la Peste Amarilla o Bubónica, y la Negra o Septicémica, generadas por el Yersinia pestis, un súper bacilo grueso enriquecido con genes virales, como los cereales con vitaminas y hierro. Y que el bicho en cuestión prolifera en la Xenopsylla cheopis, o “pulga huésped que derrama el castigo divino”, insecto que infesta los lomos impíos de la rata negra que mea y caga con los galeotes.

Gabriel redondeó su lectura con los ojos enrojecidos por el esfuerzo, asombrándose de que la peste bubónica transmute los ganglios linfáticos en bubas llenas de pus del grosor de un huevo de gallina coruquienta. Y de que la septicémica pervierta la sangre y degrade la respiración originando el color violáceo de los infestados que mueren en horas.

Gabriel pensó que todo estaría perfecto si se hablara de la Peste Blanca del Insomnio. Se quejó de que Juan de Patmos no montara a la Némesis de Morfeo en el caballo amarillento. Apagó la máquina y se acostó.


No podía dormir desde hacía semanas a pesar de tomar lo más decantado de los tés: de tila, negro y de azahar, y hasta de cuachalalate.

Incluso llegó al grado de hervir unas semillas similares a las de la mostaza que una viejita bondadosa le ofreció en el mercado, con las que se preparó un pocillo de té de zopilote. El problema no fue el nombre lúgubre del menjurje o sus eructos como de murciélago, sino que expulsaba lombrices y no hebras de insomnio.

Igual le había entrado a extractos de zanahoria con lechuga y espinacas. Y en el colmo del delirio a Nescafé con jugo de ocho limones machos, según una receta esotérica. Pero ni así.

De modo que al día siguiente oyó sobre las propiedades metafísicas de los números según Pitágoras, para quien las relaciones aritméticas sustentan el orden cósmico. Así que le dio por recurrir a la terapia numérica con el manido recurso de contar borregos.

Se recostó luego de atascarse la panza de tés, por si las moscas, y cerró los ojos. Con esfuerzo se imaginó en un campo donde pastaban decenas de borregos pachones de cuartos traseros emplastados con lodo, a los que azuzó para que saltaran una valla. Así que a los pocos minutos los animales entendieron que no estaban allí para atascarse de pasto y comenzaron su chamba.

El líder portaba un cencerro asido al pescuezo y se distinguía del resto por los ojos entrecerrados en un gesto de concentración. Ese fue el que llevó la iniciativa. Tomó distancia del obstáculo, rascó el suelo cual toro de lidia y corrió, librando el larguero con torpeza. Le siguieron los demás en fila india. Así que el ego onírico de Gabriel se sentó en un montículo de comején, absorto en la monodia de los balidos.

El asunto fue eficaz las primeras veces. Pero al término del mes el sueño de Gabriel fue cimbrado por el arribo de una manada de hipopótamos. Su cantidad desbordaba las someras bolitas de un ábaco. Avanzaban amenazadores con sus pezuñas comprimidas por las toneladas de masa de reminiscencias cetáceas. No levantaban las caras chatas del suelo, y sus orificios nasales se dilataban al guiarse por fragancias terráqueas. Además las orejas minúsculas se estremecían en la cabeza plana en tanto espantaban a moscas de ojos paganos.

Se detuvieron. El hipopótamo más robusto se despegó de todos y llegó frente a los borregos replegados con las pupilas abatidas por tanta carne. Hizo un reconocimiento escrupuloso del área y volteó para expulsar rotundas bostas que dispersó con la cola, marcando el que sería su territorio de ahora en adelante.

El yo onírico de Gabriel quedó inmovilizado. Por más que deseó no pudo sortear a los colosos para retener a los borregos, que escapaban precavidos. Y por si fuera poco, los hipopótamos activaron sus glándulas sebáceas y se cubrieron de una sustancia amelcochada para iniciar una justa medieval.

Limitaron un espacio al centro, donde dos machos obnubilados por la testosterona se dieron con todo, pegándose panzazos y abriendo tremendos hocicotes como si se quisieran devorar, exhibiendo los colmillos fálicos donde unos tábanos trataban de aparearse en el colmo del fetichismo.

Gabriel estuvo así hasta el alba. Había dormido pero tenía una sensación de pesadez que le impedía despegar el trasero del colchón. Un pie le pidió permiso al otro para emerger de las cobijas, y al final se incorporó como pudo.

Transcurrieron cuatro días con sus noches en que Gabriel se inmiscuyó con los hipopótamos a falta de lanudos saltarines. Por eso decidió contar sus propios brincos. Así que agarró vuelo y libró el travesaño que demarcaba el terreno. Llevaba varias docenas de saltos con su técnica acompasada de canguro obeso cuando se aquietó ante algo insólito.

Los hipopótamos lo observaban estupefactos, abriendo a todo lo que daban sus ojillos parcos. El líder tomó la iniciativa. Se alejó unos metros del objetivo, cobró impulso y corrió con tal fuerza, que Gabriel se estremeció en la cama ante el acoso de un terremoto con patas en su sueño.

El hipopótamo trotó tan rápido como le permitían sus extremidades escuetas, hasta que se impulsó cual torpedo frente a la valla y saltó para terminar atorado al otro lado en un hoyo formado por su propia gravidez.

Los demás animales franquearon el obstáculo con alborozo, azotando uno sobre otro hasta formar una masa ingente de panzas y hocicos antediluvianos. Al poco tiempo fluyeron manantiales consubstanciados con la tierra como atole de chocolate en los agujeros que recibieron a los hipopótamos gustosos.

El sueño volvió por sus fueros. Todo fue cuestión de acostumbrarse a ese conteo sui géneris. Gabriel se reinstaló en su termitero y registró piadosamente las decenas de paquidermos, mientras los borregos lejanos seguían con sus saltitos sin chiste en la mente de otro insomne.

Texto agregado el 02-06-2014, y leído por 319 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
03-06-2014 ¡Carajos! Muchos de tus cuentos me arrancan sonrisas de degustación, de disfrute. Es un placer leerte. No tienes límites. umbrio
02-06-2014 Excelente cuento con la impronta de tu estilo laber
02-06-2014 Mis felicitaciones, Gatocteles. Sos uno de los que escribe mejor en la página. Además, cuánta imaginación, jajaja...***** MujerDiosa
02-06-2014 Fantástico. En tu cuento puedo ver los limites ilimitados de la imaginación. ¿Porque no prueba tu protagonista contar lobitos? Cinco aullidos insomnes yar
02-06-2014 En mis incontables insomnios he contado ovejas,caballos,pollos,patos,pero nunca hipopótamos.Tendré que ensayar.muy entretenido tu relato.UN ABRAZO. GAFER
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