Entró a su casa después de un insípido y mediocre día, como de costumbre; tiró las llaves de la puerta sobre la gris, manchada y resquebrajada mesa.
Casa inmensa y vieja que había heredado dos décadas atrás de su abuelo, en la que le tocó vivir solo.
El piso de madera inestable, desgastada ferozmente por el correr de los vulgares años; las paredes cubiertas con un pavoroso papel tapiz color púrpura que abrigaba cada una de las doce habitaciones; cuatro baños envueltos por grifería antiquísima y azulejos de un ingrato y aborrecible verde. Las arañas colgaban de todos los espacios, enormes, vistiendo y carcomiendo solemnemente los techos; la cocina descomunalmente espaciosa albergaba la tierra y el polvo de meses fruto de la escasa y ridícula visita que recibía, ya que Igor ingería algo de pasada por algún lugar de comida rápida si es que el hambre lo golpeaba mansamente dependiendo del estado de ánimo.
Cuarenta y tres años, pelo rancio y negro como el cielo en una noche de atroz tormenta, ojos color café, nariz abultada, un poco alterada producto de golpes de la época en la que era un niño alegre y se dedicaba a correr por el campo del abuelo persiguiendo algún que otro animal para torturar un poco. Únicos años en los que realmente disfrutaba y sentía el tibio aire que la vida se encargaba de repartir en cuentagotas para quien fuese capaz de percibirlo; nunca más fue lo mismo.
Hijo único; sus padres tuvieron un trágico final en un accidente de auto la noche en la que una perversa tormenta eléctrica sacudió al pueblo y a su corazón cuando Igor tan solo tenía dos años. Tuvo que quedarse con su único familiar vivo en ese entonces, su abuelo Vicente, hasta el día de la muerte del anciano.
La rutina se encargó de distanciarlo de sus amistades y lo fue convirtiendo en un hostil, ermitaño, y degradante ser humano.
El egoísta y nublado domingo se encargó de despertar odiosamente a las cuatro de la tarde con terribles ganas de vomitar a Igor. Definitivamente no era un día de los “corrientes”. Hasta corría otro tipo de aire; los pocos pájaros que visitaban y merodeaban por el lugar no eran los mismos, el insoportable sonido de las chicharras estaba ausente completamente y las hojas de los árboles amarillentos no se movían del mismo modo al que habían acostumbrado desde hace ya treinta años. Pero no era sólo eso, había algo en él que era diferente, algo en su interior que le recorría las entrañas y lo rasguñaba desde lo más profundo.
Insólitamente desde que vivía en la casa, nunca visitó además de la cocina, su pieza, el lavadero y el baño, alguno de los restantes cuartos. ¡Qué estupidez tan inaudita no haber tenido curiosidad por saber que deparaba detrás cada una de las puertas! ¿Qué ser humano normal se hubiese encontrado en esas condiciones? La respuesta lógica es ¡ninguno! Sólo Igor, sólo el patético ermitaño.
¿Será por un simple desinterés que nunca buscó las llaves para ingresar? ¿Será que en ningún momento se percató de que podía entrar a las habitaciones?, o ¿será lo que jamás reconocería?, el miedo resultado de las historias contadas a cerca del lugar.
Al parecer, seiscientos años atrás, la vivienda funcionaba como una especie de depósito en donde encerraban a saludables y vigorosos jóvenes, entre dieciséis y treinta y cinco años, para masacrarlos y luego comercializarlos.
Ocurrieron hechos macabros; nunca se supo con certeza la identidad de los responsables, pero se puede deducir no eran esencialmente humanos. Era un negocio muy rentable en aquella época: los retenían allí para trasplantar sus órganos estando vivos.
Habría comenzado como un experimento hasta que se convirtió en un negocio exitoso en donde algunas personas monstruosas pagaba fortunas para salvar vidas de su propio entorno, y otros que sólo lo hacían por satisfacción, sin siquiera esperar la muerte de alguno de esos chicos; los lapidaban en vida ya que además de sacarles todo tipo de órganos los mutilaban triturando y vendiendo el resto como comida para cerdos y perros. Claro que lo disfrutaban; era un festival de sangre y aberración, una auténtica carnicería siempre al acecho. No era solamente cuestión de dinero sino que los encargados del concierto de órganos gozaban al llevar a cabo la función: disfrutaban cada cuerpo amputado, cada centímetro de membrana, tejido y olor nauseabundo. La actividad habría durado por lo menos 135 años hasta que fue develada.
Pasos cansados, pies arrastrándose sobre polvo a una lentitud fastidiosa, Igor sorpresivamente ingresó en la cocina. ¡Qué extraño! –pensó- y se preguntó una y mil veces como había llegado hasta allí.
De repente las rodillas se le doblaron haciéndolo caer de un solo tiro al suelo; parecía no ser él quien controlaba sus movimientos, se sintió tan insólito, como si una fuerza de otro lugar se estuviese apoderando de sus sentidos y actos, pero que patrañas si no creía en nada de todo eso.
Sin tener noción de lo que estaba haciendo, se recostó en el piso y distinguió un armario que nunca había visto. Por primera vez, una sensación de curiosidad lo invadió terriblemente; arrastrándose como babosa cansada llegó hasta el otro extremo de la cocina y mansamente abrió el picaporte de la puerta. Perfectamente en orden había una hilera de llaves correspondientes a la totalidad de las habitaciones a las cuales nunca había ingresado; se detuvo a pensar qué perdería entrando si sólo eran historias de pueblo que gente aburrida se había encargado de difundir con el objetivo único de incomodar y molestar, o de eso intentaba convencerse.
Una hora tardó en decidirse; tembloroso tomó las llaves, se paró para acabar de una vez por todas con el misterio. Sin embargo, no fue tan fácil como pronosticó.
Se levantó como pudo del suelo apoyándose lentamente en la pared y se dirigió hacia la primera puerta ubicada a su izquierda.
Una excitación ajena a su cuerpo y alma comenzó a carcomerlo dejándolo casi inmóvil; las piernas se le encorvaron en un segundo, los labios se sellaron en un parpadeo, las manos se aferraron a las paredes como si el piso estuviese hundiéndose, las uñas se desarmaron en la gruesa y polvorienta madera; se arrinconó velozmente en la esquina de la habitación más cercana a una pequeña y diminuta puerta, cerró los ojos y juntó sus manos nerviosamente como si estuviesen por apoderarse de sus riñones o corazón; en un brusco movimiento descubrió la manija de la pequeña puerta ubicada detrás de él; la abrió aunque al principio le costó ya que tenía las manos extremadamente sudadas, lo que hizo que se resbalen en los dos primeros intentos. Finalmente lo logró y en un soplido se arrojó hacia el otro lado como pudo primero metiendo las piernas y luego continuando con el resto del cuerpo ya que no entraba de un solo golpe.
Tendido en el suelo, boca abajo tapándose los oídos como si algo lo atormentara tanto que le hiciera explotar los tímpanos y el cerebro ; tembloroso, cuando por fin tuvo coraje se atrevió a darse vuelta y abrir los ojos. ¿Adónde se encontraba? ¿Qué fue lo que lo expulsó de la otra habitación? Si él no creía en fantasmas, ni fuerzas sobrenaturales ni cosas de otro mundo. Después de un largo debate y discusión con él mismo resolvió acabar de una vez por todas con tantas preguntas; se paró y comenzó a recorrer el lugar.
Azulejos blancos como la sal inundaban el espacio tan vacío e infinito: en una esquina una bañera vieja ocupaba gran parte del sitio. Pudo darse cuenta que se encontraba en un baño.
Se quedó inmóvil, de pie en las mismas baldosas por tres horas, siempre la cobardía y el pavor ganaban la pelea a la hora de actuar y desenvolverse. Adelantó un pie y miró a los costados temiendo que algo o alguien se acercara; cerró su mano convirtiéndola en puño como arma para defenderse y emprendió viaje en dirección a la bañadera con pasos exageradamente sigilosos .En cada movimiento el objetivo se iba alejando, no lograba comprender; de repente comenzó a sentir escalofríos y pasos que lo perseguían por detrás, se irritó fácilmente, se exasperó y los suyos se volvieron cada vez más veloces hasta que la situación se convirtió en una especie de huida mortífera; la bañadera estaba cada vez más lejana y el sentimiento de que esa cosa o ese alguien lo atrapara cada vez más cercano; su ropa había desaparecido y se encontraba totalmente desnudo, sus pies comenzaron a sangrar incansablemente, su visión se nubló rudamente y sus ojos despedían una especie de ácido que le quemaba e inundaba las mejillas, su corazón latía al ritmo de la melodía más salvaje ,ya no podía resistir mucho más cuando súbitamente se cayó intensa y violentamente; levantó la vista y se encontró junto a la bañera; se asomó para observar que había dentro de ella y distinguió los azulejos, antes blancos, de un rojo tan intenso como la sangre y cuando logró por fin ver el contenido se vio a sí mismo bajo el agua con los ojos tan abiertos como una flor en primavera, la piel tan blanca como la nieve y sus extremidades inexistentes; en lo que dura un relámpago el agua se convirtió en un líquido negro; absolutamente perplejo y sobresaltado se desmoronó bestialmente dándose la frente contra el borde de la bañera .
Seis horas después se despertó; a pesar de sentirse perdido, se dio cuenta que se encontraba en el baño de su casa, no era otro, era el de siempre; el mismo papel, la misma grifería, el mismo inodoro, su baño. Enteramente más ligero se levantó del suelo y se apoyó en la pileta de lavar las manos; cuando pudo suspirar y abrir los ojos vio en el espejo que tanto su frente como su cara estaban colmadas de una espesa, agitada y nauseabunda sangre.
Sin entender, miró al costado y la puerta que intentó abrir desesperadamente se alejó como un rayo, el piso comenzó a hundirse llevándose todo de a poco, el techo se le hizo cada vez más cercano y sus dientes se destrozaron de la ira y el temor; no concebía ya nada. La rabia y el dolor se apoderaron íntegramente de su alma; envuelto en un ataque de euforia y sufrimiento tomó las tijeras tiradas a su izquierda y hundió el filo aguda e intensamente en sus venas desangrándose en un instante.
Lunes a la mañana; los pájaros volvieron a ser los de siempre; las hojas de los árboles se movían del mismo modo y había vuelto el insoportable sonido de las chicharras. Ni siquiera ellos se dieron cuenta que el patético ermitaño no estaba más.
El sonido de las sierras, aquellas que abrían y carcomían cada centímetro de piel virgen y eterna volvieron a sonar desde algún cuarto y los gritos de los inocentes jóvenes renacieron incesantes mezclándose con los de los animales, que ajenos, corrían entre las hierbas.
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