El monaguillo meneó el brasero, subsumido piadosamente en la densidad del sahumerio ante los santos hieráticos intrigados por el horizonte, aunque no hubiera más paisaje que vitrales empañados con moscas rotundas y prietas apareándose sin pudor una y otra vez.
Después concentró los aperos de Fray Bernardo para la misa de laude. Preparó las estolas, el alba y el amito. Empujó los corchos en las botellas de vino de consagrar y contó las hostias… Luego salió de la capilla limpiándose con las mangas de su hábito.
Afuera los indígenas juntaban piedras como hormiguitas, supervisados por un capataz quisquilloso de vientre obsceno. Eran rocas basálticas, fundamentos de los antiguos adoratorios “ahítos de torpedad” con los que ahora levantaban un templo. El monaguillo reparó en la piel atezada de los indios y sus ojos sesgos. Los orgullosos mexicas, iguales a él, pero distintos en los trabajos del entendimiento. Pues él había sido criado en la fe católica por Fray Bernardo, el franciscano llegado del reino de su majestad en los confines del mundo, más allá de los mares abisales; todo con el fin de extirpar el chancro de la idolatría y el imperio del mal en este nuevo mundo olvidado de Nuestro Señor.
El sol se derretía en pleno medio día y el monaguillo cabeceó por el sopor. Acomodó su trasero en un terrón endurecido y pegó la sien en la juntura de una piedra de tezontle. Se quedó dormido. Se medio acordó que no había soplado a las velas que chorreaban a los pies de San Justiniano, pero no pudo despertar, pues una telaraña de sueño le embadurnaba los ojos.
Fue apresado como ajolote en la urdimbre de una pesadilla. Sintió su ánima esclavizada por un enorme animal demoníaco de metal en una hilera infinita de otros iguales. Eran tantos, que los ojos se dislocaban al recorrerlos. Y muchos más a sus costados bufaban como tecolotes en un intento desesperado de estorbarle el paso. Quiso correr, pero las suelas de sus huaraches habían echado raíces, “las mesmas que las tripas de la bestia”.
Enfrente de él se arrejuntaron cientos más mientras las nubes despanzurraban la luz en las montañas, y todos los monstruos abrieron los ojos cegadores como soles, “cual si de munchos soles se tratara”.
El monaguillo pretendió gritar y no pudo, la boca deshecha como nata de leche agria. De pronto se soltó un aullido hiriente y tras él emergió una impía creatura blanca de corazón expuesto y palpitante, que ganaba lugar a la mala.
Los cielos se colapsaron ante el toque de la última trompeta y una lluvia iracunda zarandeó los cachetes y humilló los párpados del monaguillo. Un pellizco lo despertó. Era Fray Bernardo, quien lo levantó de la oreja enhiesta bien maciza en la cabeza trasquilada. Lo regañaba por no apagar las velas y atascarse con las sagradas hostias, cuyas migajas dispersas en las comisuras de su boca como salchicha lo delataban.
El monaguillo se olvidó por el momento de su visión apocalíptica y pidió perdón con la cabeza borneada, quejándose muy tristemente. Afuera los indios seguían destruyendo la casa de sus dioses, resguardando en el calzón bajo la tilma a muchos tlaloques que enterrarían en la iglesia de San Anacleto mártir.
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