Curioseando
Las huellas, de variados tamaños, parecían venir de muy lejos. Pequeñitas, se apiñaban cerca de la base. Unas en forma de agujas cortas y desparramadas. Otras simulaban rastros de animales de dudoso porte. Si se acercaban los niños hacia ellas al atardecer, comenzaban a llegar los habitantes. No había que esperar mucho, sólo aproximarse y de un momento para otro arribaban los hospedadores. Ellos estaban seguros que aquel árbol centenario no estaba sólo al costado de la escuela de niños especiales en Albardón.
Tan grande su alma y desparramados sus pies, era el lugar elegido para ornamentar cuanta fiesta escolar traía el calendario. Espejo y confidente a la vez. Estático y movedizo. Alegre y tristón.
Ansioso por ver los hospedadores, unos con otros se hablaban, reían y hacían comentarios y gestos.
-Será que hoy no vendrán los inquilinos del árbol, pregunta Diego.
-Creo que estamos perdiendo el tiempo, dijo Carlos.
-Tendríamos que traer un poco de agua y echarles encima cuando aparezcan, dijo Isabel.
-No…esperemos … Las maestras no saben que estamos aquí, exclamó Diego.
-Está bien, creo que no veremos nada, nos vamos rápido de aquí y listo, concluyó Carlos.
A los tres los superan los nervios. Está por anochecer.
No tardaron en llegar. Las hormigas chiquitas, seguidas de las más grandes. Las primeras, apenas reflejaban su presencia al traslucir las alas con un puñado de rayos. Iban elegantes, todas con hojitas y palitos largos y débiles sobre sus espaldas y entraban a la base por los agujeros. Las otras, las negras apenas se diferenciaban del color de la tierra opaca. Gordas, también traían cargas arriba de sus espaldas. Se confundían con la oscuridad del interior de las ramas.
Luego ven rápidamente que, casi como un rayo, entre los pies de los mirones, entran dos ratones chicos de ojos vivaces color madera. Uno se queda unos segundos en el agujero, ellos observan cómo él les mira.
-¡Para qué hemos venido aquí, dijo Carlos, sólo para ver unas pocas hormigas y unos ratones…!
-Tengo miedo, dijo Isabel. Si hay que esperar un poquito más, creo que me iré rápido.
-Bueno, no jodan che, dijo Diego. Aquí no pasa nada. No vendrán.
Estaban todos allí alrededor de la base, algunos jugando con tierra, borrando las marcas de las hormigas, de los ratones. Isabel apurada, se limpiaba las rodillas con su delantal.
De repente ven que un animalito, nunca ántes recordado, comenzaba a olfatearles. El pánico se apodera del grupo. El animal se hace lugar entre las zapatillas. Raudamente entra a la base, sacudiendo la tierra de su pelaje negro, hocicando el lugar hace varios zig-zag y se pierde por una de las ramas ahuecadas. Sube, quién sabe hasta dónde sube, por el interior del ramaje.
Sería más tarde aún. Sólo se veía una esquina de la luna guiñando arriba del techo de la escuela.
El oso hormiguero y el ombú se estrecharon en un abrazo fraternal y silencioso.
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