Entonces el monstruo empezó a emerger del cuerpo de ella, era como si su cuerpo hubiera sido solo un capullo todos estos años.


Empezó por inflamarse su garganta, era como si tuviera un enorme dulce atorado en la laringe; de esos dulces que los niños no podían morder de lo duros y colosales que eran. En los ojos se veía la desesperación de no poder respirar, se llenaron de lágrimas y venas rojas, su piel empalidecía, empezaba a tomar un color morado, que hasta eso le sentaba bien; siempre fue su color favorito. La piel se rasgaba poco a poco mientras se asomaba un tanto la verdadera apariencia del monstruo purpureo. Comenzando por visualizarse un ojo verdoso y viscoso la piel de la chica se trozó por completo, dejando desnudo a la criatura; era encorvado, con manos contraídas hacía el pecho, parado en dos pies largos y escamosos, parecía entre un reptil extraño y un asqueroso insecto.


En la habitación solo alumbraba una luz tenue de una lámpara de mesa en una esquina; era tan insoportable el insignificante destello que despedía la lámpara que su piel empezó a evaporarse, ya que no estaba listo para salir de su talego de piel humana, no había madurado lo suficiente para poder soportar la luz ni el mundo a donde definitivamente no pertenecía.


Terminó por ser una mancha verdosa, morada y viscosa en el piso de la habitación, no era el tiempo ni el mundo dónde debía estar. Simplemente lo que no debe nacer se muere, lo que no debe estar se larga.