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La abuela corría, iba y venía preocupada, con el alma en un hilo, como ella decía, fue al pueblo y después de esperar su turno al teléfono, veintidós mujeres aguardando las máquinas de llamar madrugaban y hacían fila desde las 5 de la mañana. Llamo a Rosario, a través de una vecina ya que ellos no tenían teléfono, fue a visarle y le dijo a la operadora que la volviera a comunicar.
-Josecito está muy grave le picaron unas hormigas y arde cada noche en fiebre, débil la criatura, urge que lo vengan a ver no sea que ahora si se nos vaya a morir. –Miguel apenas se está acomodando en la fábrica de cajas y no tenemos dinero para el pasaje, no creo que podamos ir -fue la respuesta indiferente y hasta molesta de Rosario, -Hay le prenderé una veladora a la virgen para que lo cure, se salvó del nacimiento prematuro, así que yo creo que tampoco esta vez se muere –volvió a pronunciar. Doña delia se regresó llorando con el alma destrozada no comprendía a su hija Rosario y el desapego que sentía por el pequeño. José por su parte con avances apenas perceptibles se volvió a aferrar a la vida, economizando energías y ensimismado en su mundo, en ese que se había convertido su única realidad: mente, cuerpo, alma, minimizando los dolores, la sensación inquisidora de las fiebres y la comezón ingrata que no le daba respiro, se estabilizo y poco a poco remando contra corriente fue ganándole terreno una vez más a la muerte, ese mundo que construyo desde dentro le estaba sirviendo como trinchera para luchar contra las inclemencias que la vida le ponía una y otra vez, a los cinco días se despertó pidiendo lechita, su abuela lo abrazo y lleno de besos una vez más, ella y el habían vencido a la muerte, el veneno de las hormigas pudieron haber bloqueado sus funciones neurológicas y con ello impedir que su cuerpo se coordinara para seguir funcionando, pero la voluntad o algo que existía desde dentro de José y con los cuidados de la abuela, habían logrado vencer lo invencible. Don Cándido y Doña Delia habían quedado seducidos por la sociedad, aunque la población en que vivían era pequeña el encanto de la ciudad los había contaminado, así que buscaban desesperadamente beber un poco del elixir de la falsedad que envicia a los mortales, y con cualquier pretexto regresaban a las poblaciones o incluso Don Cándido que siempre había sido afecto al comercio, buscaba opciones que le permitiera regresar al nivel de vida que logro con el empleo de la terminal de autobuses, regreso a su antigua profesión, el comercio, compraba artículos varios en diversas poblaciones y los vendía entre sus vecinos del rancho, así que con frecuencia iba a las poblaciones para ver que era factible de ser vendido, buscaba las novedades que con un poco de zalamería y adorno verbal ( cosas de la que estaba dotado naturalmente) hacia parecer un común par de zapatos en las máquinas de caminar, o un radio avivado por pilas alcalinas en una máquina de cine auditiva, o la más común y corriente de las sabanas de cama en una alfombra voladora, en fin que su habilidad de vendedor era tal que el viejo refresco de cola lo hacía parecer como su original inventor en el elixir de la juventud y la vida eterna. Como la fragilidad de Josecito no permitía que siempre lo pudieran llevar, le consiguieron una nana, Bertha una muchacha rustica de una belleza natural y una gracia cuantiosa, además de una emanación feromonica a raudales; de tal magnitud que cuando Josecito la vio por primera vez a sus apenas más de dos años se enamoró perdidamente.

Texto agregado el 30-05-2014, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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