Desde dentro
Miguel tampoco se percató de la llegada del infante, apenas lo percibió como algo anecdótico, incluso durante el embarazo, llego a creer que el crio no era de él pues en alguna ocasión cacho a Rosario según “coqueteando” lo cierto es que ella lo único que hacía era ser amable con un desconocido de paso, pero Miguel creyó que lo había engañado con aquel tipo y no hubo nada que lo hiciera cambiar de opinión, por eso cuando Rosario se embarazo Miguel se metió la idea en la mente que ese niño no era suyo, incluso años después le confeso esa certidumbre al mayor de sus hijos que rápido se lo anunció a José, quien por obvia razones ya lo sospechaba.
José siguió soportando los embates sin tregua de los duendes nocturnos que acosaban sus sueños y cama, aquellas pesadillas crónicas que habían comenzado en el vientre no le daban una sola noche de pausa, era la perspectiva ingrata de un futuro incierto o el rechazo recurrente, que materializaba por medio de sueños torcidos, las recompensas eran el alimento artificial y las caricias abundantes de la abuela, además de los mimos que aunque a raudales por alguna extraña razón a José no terminaban de saciar, era tal vez que no provenían de la fuente original o era que la sustancia no le acomodaba con su espíritu. Las botellas de agua caliente habían quedado en el pasado, ahora el calor se apostaba insoportable y se colgaba de las viejas techumbres, una noche por fin vino un sueño diferente, ese día los endemoniados monstruillos, brillaron por su ausencia y a José se le revelo una especie de premonición o profecía: en el sueño él era dos, un niño más pequeño abandonado en la casa de un árbol silvestre, y otro el mayor en la nueva casa de sus padres, el menor había sido abandonado, el mayor era feliz, jugaba, retozaba y reía en compañía de sus hermanos y los cinco formaban una hermosa familia feliz, se despertó muy temprano añorando el sueño último y con esa tristeza sorda y dolorosa que siempre fue su compañera.
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