Estuve golpeando sobre la hoja sin que nada sonara. Tomé el boli y volví a repiquetear. Seguí sin escuchar sonido alguno. Nada. Tic, tac. Nada. El folio parecía el mismo de siempre. El boli parecía el mismo de siempre. Mi mano también, la mano de siempre. Pero por más que rebotaban las letras sobre el lienzo blanco, era incapaz de escuchar el menor ruido. No ya ni tan siquiera palabras. Me hubiera sentido satisfecho con un suspiro, un gemido, un quejido, bueno, el más mínimo crujido inhumano casi me bastaba. Pero las letras saltaban tontamente al son de mis golpecitos y de ahí no salía nada.
Miré la hoja por arriba, por abajo, intenté también de canto, por si acaso algo se me escapaba, pero todo parecía en orden. Todo en regla. El de la papelería no me había engañado, efectivamente era un folio y en cuanto al bolígrafo no cabía duda posible pues me venía acompañando desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Inspeccioné ahora la punta del boli pero ahí estaba su tinta como mandan los cánones. La aproximé a una letra y la empujé. La letra se movió. Empujé un poquito más y la letra se movió un poquito más. La llevé al extremo de la hoja. Me detuve un segundo y con un golpecito la expulsé del rectángulo blanco para caer al suelo sin emitir el más mínimo ruido, la más mínima queja. Repetí lo mismo con otra letra que cayó igualmente sin pena ni gloria al suelo, donde era absorbida en el más absoluto silencio. Letra a letra, vocablo a vocablo, limpié el folio hasta dejarlo inmaculado. Después volví a golpearlo y nada. No escuché absolutamente nada.
Perplejo, me di un ligero golpecito con el boli en la frente y me desmoroné emitiendo un colosal estruendo sobre la hoja. Ahora. |