Hoy fui a mi casa. Bah, en realidad a la que era mi casa, es decir, la de mis padres. Salí de mi departamento (tampoco es mío porque lo alquilo) y tomé el camino que por costumbre tengo para ir a lo de mis padres los domingos cuando voy a almorzar.
Al llegar, estacioné el auto, me bajé, saqué la llave de mi bolsito y la coloqué en la cerradura. Desde que me fui de la casa de mis padres siempre conservé mi llave, jamás toqué timbre. Esa llave primaria, ese cerrojo que me permitió pasar al mundo de la adultez. La puerta no abría. Intenté una y otra vez: la saqué, la di vuelta, la puse otra vez, media vuelta, para un lado, se trababa. Y ahí se abrió. Con mi mano aún enganchada del picaporte mi mamá abrió la puerta con una sonrisa. Me saludó, me preguntó que me pasaba y cerró tras mi entrada. Sin siquiera preguntarle como andaba indagué el por qué de mi imposibilidad de meter mi llave. Comenzó a hablarme sobre un consejo de su hermana, mi tía Olga, acerca de la seguridad y de unas nuevas cerraduras que evitaban que alguien las pudiera forzar con un doble juego de cerrojos y no sé cuantas cosas más que me hacían pensar más en la bóveda de un banco que en la puerta de mi casa de barrio. Mientras mi mamá me hablaba yo no podía dejar de mirar mi llavecita y compararla con las gruesas formas de cobre que se posaban sobre la pared. Me angustiaba el hecho de pensar en tener que desechar esa llave, mi llave. Cuando sentí que mi llave ya no servía entendí lo que significaba.
Esa forma algo cuadrada que me acompaño durante tanto tiempo. Viajando junto conmigo en mis bolsos o escondida en los bolsillos de mis pantalones. Esa llave que conoció tantos lugares, que tampoco, al igual que yo, fue siempre la misma. Porque es entendible que después de 16 años alguna vez la haya perdido. Las hubo “candex”, “acytra”, “nova”, más oscuras, doradas, más o menos opacas. Pero lo importante no era que siempre sea la misma, sino que lo trascendente era su forma: pequeña, casi cuadrada, un hueco más pronunciado arriba, una saliencia y otro huequito pequeño al final y del otro lado igual pero a la inversa. Más allá de las variantes eso no cambiaba y me permitía reconocerla entre un manojo de llaves que para cualquier otro resultarían todas iguales.
En nuestro país suele haber pocos momentos en los que un niño es catapultado a la adultez y donde no hay regreso: uno es cuando estás solo en casa y sin que nadie te empuje a hacerlo, prendés la hornalla, ponés la pava y te sebás tu primer mate; y el otro, tan definitivo como el anterior, se cumple cuando tus padres te dan la llave de tu casa para que entres y salgas cuando quieras.
Empecé por recordar el día que la guardé en mi mochila por primera vez. Ese día con algo de timidez al salir de la escuela la saqué de la mochila y viajé con ella apretada en mi mano las nueve cuadras que me separaban de mi casa. El calor de marzo hizo que llegara casi mojada por el sudor y quedara dibujada su forma en mi palma. Temía que se me caiga, perderla. Aunque ese día no la pude usar porque mi mamá me esperó en la puerta, sentí que esa casa me pertenecía definitivamente, para siempre. Después de tantas idas y vueltas, de entrar y salir, aquello que alguna vez se me presentó como una bisagra en mi vida, fue captado por la rutina que aplasta lo mágico de la cotidiano. No nos deja ver la belleza y la trascendencia que hay en cada gesto, cada movimiento, cada quehacer diario. Y la pérdida nos viene a mostrar la importancia de aquello que nos tapa la sombra de la costumbre.
Durante el almuerzo mi ánimo no me permitió estar cómodo. Tampoco me pareció oportuno teorizar con mis padres el significado que tenía para mí la modificación de la llave. Durante la comida empecé por sentirme triste. Me di cuenta que no era sólo la llave, sino que ese ínfimo cambio me permitió darme cuenta cuánto había cambiado mi casa desde que ya no estaba viviendo ahí. Yo ya no estaba más. Y sólo podía encontrarme con lo que había sido desde los recuerdos, reinventando situaciones: poniendo donde ya no estaban los muebles viejos, cambiando de lugar los sillones, pintando las paredes de otro color, hasta regresando el olor a humedad que tanto me hacía estornudar.
Ese día me despedí con mi nueva llave en el bolsillo. La otra, la pequeña, me la traje y la guardé en mi departamento, en una cajita donde suelo atesorar aquellas cosas que me significan algo. Di dos vueltas a la cerradura y me fui siendo consciente que esa no era más mi casa.
De ahora en más, cada vez que vaya, voy a tocar el timbre.
|