Me senté atrás, casi el último asiento, buscando no llamar la atención, solo relajarme y encontrar mi oportunidad.
Pude distinguir varios personajes extraños a mí alrededor, como el rubio de adelante con su bella acompañante, simulaba un tipo finoli y de guita, sin embargo calzaba zapatillas muy costosas sin medias, algo singular en una tarde lluviosa y fría, quizás como sus pies y su alma.
A mi izquierda y justo atrás un gordo que parecía verdulero, frente alta y pelada, mal vestido, con esa mirada que daba mala impresión, seguramente al acecho y esperando su oportunidad.
A mi derecha una señora de la alta society, conocedora de arte, muy distinguida, con zapatos requeté paquetes, sus brillos y vestidos que la cubren por completo, su cuerpo protegido, impermeabilizado, con una mirada falsa que simula ternura, desde su corazón probablemente también de plástico.
El remate avanza, sin uno darse cuenta el martillo golpetea nuestros cuerpos una y otra vez, cada vez más rápido, nerviosos y ansiosos hasta la llegada del lote treinta y cuatro: La Katmandú, el sueño de mi vida, que novedad, el de todo coleccionista.
Es imposible ofertar, el rematador no da abasto, las cifras ya están por las nubes, mi vecina está como loca, el rubio lleva sus manos al cielo en señal de victoria, y sobre el final, todos afónicos y perplejos escuchamos la última oferta, “Si no hay una mejor lo vendo”- dijo él rematador, mirando hacia mi lado, justo a la izquierda, la del gordo, el nuevo dueño de La Katmandú - la puta madre, que carajo hace este tipo con el sueño de mi vida, - seguro que es un bruto que no entiende nada.
Se levanta y pasa lentamente a mi lado, apoya su mano en mi hombro en señal de despedida, victorioso. A mí solo me dio la impresión de un pobre verdulero.
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