Se despierta a las once de la noche sin recordar a qué hora se acostó. Le arde la cara por el sol de las cinco de la tarde en la playa. Se levanta sin prender la luz y deambula por las cuatro habitaciones de la planta alta; de las ocho camas sólo una tiene dueño: la suya. Sale a la enorme terraza y aspira una mezcla de brisas dulces y saladas. Camina despacio, se sienta en el piso, mira a lo lejos, mira más cerca, y se levanta. La Luna se ha puesto hace ya más de una hora, él lo sabe, pero igualmente la busca. Entra a su habitación, la atraviesa, sale al pasillo, baja la escalera, y recorre el resto de la casa. Abajo, dos habitaciones más están vacías. Va a la cocina, corta una porción de tarta, se sirve un poco de ensalada, agarra la coca cola de la que queda sólo la mitad. Agarra los mismos plato y cubiertos del mediodía, todo en una bandeja, y vuelve a la cama. Prende la radio y empieza a comer lentamente.
En la mitad de la comida pierde el apetito y mira por la ventana el río que refleja las luces del puente que el marco de la puerta le impide ver. Escucha que en la radio una mujer dice step by step y él piensa que sí, que step by step está muy bien. Pero ¿a dónde llegará él step by step? ¿Cómo son esos steps que va dejando atrás? Sabe que así, step by step, va directo al whisky y las aspirinas, y la idea no termina de asustarlo. Y entonces agarra el cuaderno destartalado y empieza a describirse a sí mismo. |