Puedo observar aquel viejo cuerpo tendido en la cama. Veo las arrugas del rostro, esos surcos profundos que surgieron por la repetición innumerable de sonrisas, ceños fruncidos y compunciones. Si fuera real que se puede leer la vida de un ser humano en alguna parte de su cuerpo, no sería en la palma de la mano, sino en esos pliegues carnosos de la cara, ellos nos evidenciarían la cantidad de alegrías, molestias y dolores que tuvo a lo largo de su existencia.

Ese cuerpo parece ahora extraño, sus manos callosas debido al arduo trabajo diario me contrarían. Aquellos cabellos blancos, no son signo de sabiduría, son, en verdad, producto de muchos años de angustias y pensamientos inútiles.

Me elevo lentamente y siento una sensación colosal. Ese hombre vestido de blanco se desespera por la inmovilidad del electrocardiograma y las enfermeras recorren de un lado a otro la habitación con prisa. Sé que estoy subiendo; aunque, la perspectiva de donde los veo no cambia. No puedo girar para ver a que lugar me dirijo, sólo siento una intensa luz absorbente y una tranquilidad perfecta.

¡Qué haces! ¡No lo hagas! ¡No!

Un impacto eléctrico, otro y otro.

¡Diablos! Estoy de regreso.