Abrí la puerta y te invite a salir. Afuera una ligera lluvia humedecía el césped, las hojas y el camino. Levantaste las solapas de tu chamarra y no pude evitar contemplarte a contraluz. Alta, esbelta y con tu cabello castaño hasta la cintura. La lluvia empezó a arreciar, nos protegimos bajo el paraguas y caminamos rápidamente por el sendero. Aquella vez llevaba un pequeño poema que te había escrito la noche anterior, decía “Si tú no existieras/Tendría que inventarte/No soportaría un mundo sin ti”. Lo saque para entregártelo, pero no me decidía, estaba seguro que lo encontrarías cursi y te reirías. Poco a poco la lluvia humedeció el papel y luego se volvió ininteligible. ¿Qué es eso? –me preguntaste- Nada-respondí-es solo un apunte sin importancia. Lo estruje y lo guarde en mi bolsillo.

Ahora que lo pienso, te lo debí haber entregado. Al menos te hubieses enterado que eras muy importante para mí. Aquella tarde tomamos un café y charlamos. Fue la última vez que nos vimos. Luego el trabajo me absorbió y ti, tus clases en la universidad. Nos dejamos de ver más de tres meses. Yo empecé a frecuentar a otra mujer y deje de llamarte y buscarte. Hasta que un sábado por la mañana, recibí una llamada de teléfono, era un tío Alberto. Medio adormilado aun, conteste. Me pregunto si era Santiago, le dije que sí. Luego se produjo un silencio. Y por fin, armándose de valor me dijo: “Adriana ha muerto. Ha tenido un accidente”

De aquello han transcurrido casi treinta años. Me case y tengo tres hijos. Pero cuando me asalta una lluvia ligera como aquella, saliendo de casa, no puedo evitar acordarme de ti. En alguna parte he publicado aquel pequeño poema dedicado a ti. Espero que me perdones.