Se mostraba distante y no, serio y no, ponía una barrera de vidrio y no, la sorprendía siempre, leía sus relatos, sus poesías, leía su alma.
Corría incesante por el parque y orgulloso cocinaba delicias.
No tenía horarios, sí límites: no le gustaban las fotos, los adjetivos, ni los elogios. Cargaba una mochila translucida, desde donde se veían apenas, rastros de amores, de letras, de ganas muy bien envueltas… relataba momentos, acciones del instante. Solo una vez habló de su pasado, solo una vez confeso un amor… apenas.
Ese hombre, descubierto entre ocasos, se había convertido en alguien importante para ella, lo buscaba, lo esperaba con la urgencia de una niña…
Ella, desenfadada y ansiosa, le hacia sus confesiones a gritos escritos, gritos del ayer y del hoy. Lo intuía, quería entenderlo, ayudarlo, algo le decía que él lo necesitaba…
El frío de agosto, se alejaba, dejando guardados ovillos de historias y lanas.
La primavera incitaba a los árboles, a las flores, a vestirse en colores y a los cuerpos, a despojarse de hieles y ropas.
Ese hombre rojo, como el sol del ocaso, se hundía cada vez entre las nubes, garabatos del aire, y la vida continuaba sin saber cual era la trama que los conectaba.
Ella decidió enfrentarlo, saltar el vidrio y acercarse.
Tomó un bolso repleto de fantasías y lápices gruesos y viajó hasta su ágora resuelta en verde, plena de pasos y pasos, “su guarida”.
Sentada en un banco de frío cemento lo esperó…lo esperó durante largas horas, el hombre rojo, no aparecía…
Preguntó por él y solo encontró por respuesta sus huellas grabadas en letras deshilvanadas y arbitrarias, entre baldosas y pasto.¿ Un mensaje indescifrable?
La mujer niña, incansable, obstinada, caminó sobre ellas y a través de sus pies transparentes floreció el esperado mensaje, su sonrisa se expandió hasta el horizonte, estaba feliz, su pelo oscuro le envolvió el cuello con la ayuda del viento y caminó, caminó teñida de ganas, con su bolso desbordado… “Serás mi hada”, leyó.
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