El hombre ascendía por la empinada cuesta- como allí se decía- subido en cepa, que era como borracho pero eufemísticamente. Aquella escalinata había quebrantado más de un hueso de beodo, pues a poco que se trastabillara un pie el individuo hacía derrote contra el suelo y rodaba y rodaba, hasta que la inercia decía basta. Por ello había que pensarlo muy seriamente a la de emprender aquel trayecto y sobre todo subido en cepa pues aquellas escaleras desde lo alto tomaban cierto cariz de precipicio. Tanto era así que le llamaban, sobre todo en ambientes médicos, la cruz de la dipsomanía y en la jerga popular despeñaborrachos. Por ello el hombre ascendía con prudencia sin que el alcohol ingerido se consiguiera imponer sobre las normas más elementales de cuidado. Llevaba una cogorza con sentimiento pero con cabeza. Es decir era consciente de que era bueno emborracharse pero no a cualquier precio. Nunca al precio de romperse una costilla. Y ascendía con cuidado midiendo cada paso sobre cada escalón sabedor de que superado aquel esfuerzo el resto del trayecto era suyo y expedito el camino para el objetivo final que no era otro que el de caer redondo sobre la cama.