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Leuco era un hombre joven, algo robusto de pelo ondulado y ojos grandes, a veces cargaba un canasto con frutas y dulces, y siempre llevaba consigo una escobilla de largo mango, que en vez de pajas tenía tientos de colores en su extremo.
Todo en él era luminoso, brillante, y sus ojos contagiados del mar, eran más que invasores.
De pequeño había esperado todos los ocasos, mirando sin distracción alguna, como se descolgaba del cielo ese círculo ardiente, mientras el agua, lo tragaba en el límite terrestre, disfrutando…
Cuando cada sol nuevo, se dejaba ver entre las casas incrustadas en la ondulada aldea, con terrazas en equilibrio y techos rugosos…empezaba su día, siempre mirando al oeste.
Pasaba sus mañanas entre el agua y la playa…nadaba, corría, escribía mensajes en la arena, también arrojaba botellas, era un implacable mensajero del infinito.
Las laderas sinuosas del paisaje, estaban plenas, revestidas de flores impresionistas, que asomaban solo con la luz del rey, algunas rocas se mezclaban acompañándolas.
Los habitantes del lugar tenían la particularidad de vivir de a uno, por una u otra razón, todos habitaban soledades.
El paseo preferido de Leuco, era un ritual para el atardecer del poblado, consistía en recorrer techos, era un habilidoso trepándolos, aparecía de pronto, sin permisos, sí a horario. Ningún habitante del pueblo sabía cuando iba a encontrarlo en su techo…
No obstante nadie se sorprendía…era su lugar…
Leuco había observado que no sólo las flores desaparecían cuando se ocultaba el sol, sino que también las sonrisas de todos se borraban a esa hora, por eso, aferrado a su escobilla de colores no dudó en convertirse en el deshollinador de ocasos.
Ahora su tarea al atardecer sería otra…
En cada ocaso, desde la altura y desde el techo donde lo sorprendiera la magia, él llegaba hasta la chimenea y bajaba, indemne al fuego, a la estrechez, y limpiaba la tristeza de cada soledad, una y otra vez.
Con su mirada intrépida y sus frutas deliciosas acompañaba a cada uno, cada día. Lo hizo durante mucho tiempo hasta que comenzó a descubrir casas vacías, terrazas vacías…
Las soledades se habían habitado con sus colores, ya no estaban solos, habían aprendido a compartir sus ocasos, amarse, vibrar, contarse.
Leuco sintió un vacío, un hueco en su alma mansa, ya no tenía sentido su entrega, sus caricias de ocaso…y volvió a su casa hecha de rayos, de nubes, de lluvia con una sensación de inmensa tristeza, él que era toda frescura y alegría hoy no se reconocía.
Atento a los sucesos del cielo, vio como la luna se aventuraba desde el horizonte y brillaba, dibujando rieles sobre el agua, rielaba sí, rielaba…
Tranquilo, sereno, dejó sus frutas, su escobilla de luces y caminó, caminó hasta perderse…
Los habitantes de las laderas…lo vieron irse, ya no estaban solos.

Texto agregado el 19-05-2014, y leído por 239 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
28-05-2015 bellisimo relato, la mezcla perfecta entre fantasía, paisajismo, pintura y oniria. que bueno que es encontrarse lindos relatos en esta página itzamna
29-05-2014 Un inicio de "campanillas", de las que anuncian cosas buenas. El resto del texto no desentona con el principio, lo iguala y lo mejora. Un placer hallar letras de este tamaño por estos lares... lindero
24-05-2014 Se respira la nostalgia en tu texto, bien narrado en tercera persona; y justo cuando pensé que era un relato de no ficción, vino la ficción. Me llama la atención que las únicas tres veces en que describes a tu personaje, mencionas algo sobre los ojos. Te dejo mi comentario extendido en tu LDV... Gracias por invitarme. raulrojas
20-05-2014 ***** Muy bueno vaerjuma
19-05-2014 Hermoso. El mundo necesita muchos Leucos. Saludos kharey
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