UNA CHARLA CON EL ABUELO
Las últimas luces de la tarde se anunciaban a través de los amplios ventanales que circundaban el lugar. En el interior de esta parte de la casa todo era tranquilidad y hoy recuerdo que los demás habitantes nos habían dejado solos y la compañía del abuelo me llenó de satisfacción. Por fin, él era todo para mí, no tenía que compartirlo con mis hermanos ni mis primos.
Por aquellos días yo estrenaba mis primeros diecisiete años. Ese flamante número ya me daba un poco el sello de casi adulto, el documento de casi hombre, la sensación de ser más grande. Y con esa edad, no lo podía creer, el abuelo, todo para mí.
La charla fue intensa, hablamos de todo como siempre, como lo hacíamos cuando estábamos solos y yo me creía que era su nieto preferido. Cosas mías nomás. Y con la impertinencia de mi juventud me atreví a preguntarle lo que muchas veces no me animé mientras tomaba sus ajadas manos.
- Abuelo, ¿Qué cosas buenas hiciste con estas manos? – fue el interrogante que lancé casi sin respirar.
Observé que levantó la cabeza, me acarició dulcemente y con la mirada perdida en un punto lejano me relató su vida, historias que ya otras veces había escuchado: comienzos del siglo XX, barco con inmigrantes, la lejana Yugoslavia, la pampa argentina esperando ser trabajada, la agricultura como fuente de vida, el país por hacer. Me contó que esas habían sido las cosas buenas que hizo con sus manos. Se detuvo un instante en el relato y abrazándome muy fuerte me dijo:
- Pero... lo que mejor hice con estas manos fue ayudar a tu padre a construir tu cuna-
Después se hizo el silencio.
Yo seguí muy cerca de él apretando esas manos llenas de milagro, llenas de pasión por lo que había hecho, llenas de tanta vida a pesar de sus ochenta y siete años.
Una vez más observé esas manos, me detuve en cada centímetro arrugado de su piel, en cada pedacito de sus huesos y por primera vez las vi tal cual eran: manos limpias, manos callosas de trigo, manos impregnadas de madrugadas con escarcha, manos asidas a un arado de mancera, manos sembradoras, manos con amor, manos con un sinfín de sentimientos, manos con un martillo clavando el respaldo de mi cuna, manos que siempre acarician, manos que muchas veces sangraron de tanto trabajar.
- Recuerdo – continuó diciendo- que aquella vez discutimos con tu padre. Él era un poco cabeza dura y porfiaba por el tipo de madera a emplear. Hablamos de cedro, pino, lapacho, algarrobo, paraíso y otras más que no recuerdo. Estuvimos tres días para decidir. Y por fin nos pusimos de acuerdo: la debíamos construir de pino. Pero volvimos a discutir por el diseño y diariamente en la mesa se amontonaban los papeles con dibujos de distintas cunas. Tu madre puso fin a toda la discrepancia y decidió ella. Era tanto el entusiasmo que en apenas cinco días estaba terminada. Eso sí, por el color no hubo discusión. Coincidimos que debía ser blanca y fue blanca. Y allí tuviste dulces sueños - concluyó diciendo.
No supe qué hacer. No sé si era un nudo muy apretado en mi garganta o una emoción inmensa que me devolvía lentamente a una realidad que no la había visto en mis breves diecisiete años.
Me quedé callado. Besé esas manos y cuando levanté la mirada, de los ojos del abuelo cayeron dos lágrimas mezcladas con lo vivido, con el recuerdo, con el color blanco de mi cuna.
Pasaron muchos años de este encuentro. El abuelo ya no está. Un día de diciembre de hace veintitantos años se fue de este mundo para no volver más.
Hoy tengo treinta y cinco años y quiero recordarlo así. Estoy frente al ventanal de aquel día, la tarde otra vez se va y pronto las sombras de la noche me envolverán despacio, lentamente.
|