Había devorado aquel cuento de Conrad. -Corazón de las tinieblas-, en una sola sentada.
Se había electrizado en aquella lectura, y sucumbido a la voz de Kurtz. Al pensamiento. A la pasión de aquel hombre.
Como Kurtz, el también vagaba en su propio laberinto.
El laberinto de Kurtz eran los ríos y la selva del Congo; la de él, los intrincados recovecos de su alma.
Kurtz lo decidió, dejo que su espíritu se desprendiera de su cuerpo, y que se perdiera en libertad, en aquel salvaje mundo que ancestralmente era el suyo.
El, dejo que su corazón se desangrara y que en ese caudal se perdieran las angustias y los sueños. En una de esas, aquel caudal podría llevarse también los ojos, la mirada.
Fue doloroso volver a Inglaterra con el cadáver del hombre de la palabra, silenciada, nos cuenta Marlow. La selva del Congo devoraría sin piedad su alma.
¿Cuánto tardaría el silencio en devorar su propia alma, y hacer de aquellos sueños, ilusiones vanas?
Ya no intentó cerrar los ojos. Había amanecido. Salió de la cama. Desde la ventana observaba a sus pies, la gran Cd. de México, mientras el expresso ascendía con sus aromas hasta arrinconarse en su cerebro.
Ajena y distante, ella aún dormía. De algún modo, ignoraba que fuese protagonista de esa historia. |