Entró al consultorio no. 2 la paciente embarazada, el doctor la miró de soslayo, detrás de sus papeles, sin decir palabra. La delgada mujer tomó asiento frente al médico y se retiró la medallita dorada que traía prendida a la altura del ombligo. Pasaron algunos minutos sin comunicarse; el trino de los pájaros en los grandes árboles del patio llenaba el silencio del cuarto. Él tomaba indescifrables notas y murmuraba frases y preguntas, leía formatos y se le oía decir apenas: “tres semanas y... primera dosis de… altura del fondo… síntomas de…” Pronto separó la mirada de su nota médica y dijo llanamente: “pase a la mesa para hacer la ecografía, señora.”
Ahora el doctor movía el transductor de un lado a otro del vientre de la madre sin perder detalle del monitor. En ese momento debía formarse el esbozo del corazón, y en ese instante un hermano de luz se posaba reverentemente a su lado, sin mover un solo cabello de la mujer ni agitar un hilo del aire. Bendijo al Padre en silencio, pidió la guía de sus hermanos de evolución y tomó con dulzura inefable esa gota de luz en la matriz de la paciente, ese embrión recién nacido entre sus manos luminosas. Al sentir la vibración fría, estéril del transductor, insinuó un medio círculo con una de sus manos, como protegiendo la gota de rocío que guardaba en la otra, y el sonido se reflejó en un velo de vidrio, en una cúpula de luz. Apareció en el monitor una línea curva, de lado a lado de la pantalla, hiperecoica, sobre un vacío de sombra acústica. El hermano de luz ahora pudo sentir entre sus manos esa energía inteligente, esa fuerza vital del nuevo ser alimentando la nueva materia, orientando cada molécula y átomo, llevando cada célula por largas vías invisibles, haciendo nacer mágicas estructuras en un mar primitivo de células indiferenciadas, editando en cada hilo de los núcleos esa partitura individual y perfecta del código genético, esa sinfonía de ancestros y evolución, de futuro y pasado, de anhelos y karma; esa fuerza vital dirigiendo los humildes inicios de ese concierto, que vibraba prometiendo bellos colores, aventuras, sudor, trabajo, romance, amor, zozobra, días de paz y noches de larga reflexión, pasos dados por uno de tantos nombres.
El médico tomó un transductor diferente, aplicó más jalea y siguió, algo inquieto y viendo nada, el estudio. El ángel hacía venir a sus manos —por la orden mental o su amor irresistible— un gran desfile de puntillos desordenados hechos de luz cálida, del color del mesodermo del ínfimo disco embrionario; los reunió en la parte cefálica y con la habilidad de un artesano los formó en dos cordones que pronto se hicieron tubos. Retiró sus manos del vientre sin perturbar el aire siquiera, como si sus manos etéreas no estuvieran en la esfera de la materia física. Ahora Inspiró lenta y sonoramente, y al espirar juntó las manos como si hiciera una plegaria, y el embrión, como inspirado por tal ademán, se plegó lentamente sobre sí mismo formando un solo tubo cardiaco en su línea media. Lo envolvió en una membrana protectora, le dibujó surcos, lo esculpió entre sus manos amorosamente cerradas, lo unió a minúsculas venillas y vasos.
Después se empezó a llenar de calidez el consultorio, se escuchó el suave rumor de hojas afuera, brilló en el suelo y las vitrinas la resolana de la tarde salpicada de los brillos inquietos y armoniosos del agua de la acequia, corrió un airecillo con aroma de lluvia, el médico sintió una bella calma y la joven madre se sintió grande para serlo. Reinó una calma silenciosa, íntima y más bien incontenible. El hermano luminoso recibía un chorro de luz blanca en sus manos vueltas al cielo, y se iluminaba su íntima sonrisa con esa luz llena de arpas y de gozo que parecía borrar el techo sobre sus cabezas, que parecía emanar acordes. El bello ángel, desbordante ahora del amor divino, tomó al embrión con delicadeza, le acercó sus labios, sopló con un aliento impalpable y el corazoncito se vertió de pronto en latidos de amor a su madre. Un pequeñísimo destello azulado en cada latido, como una estrella solitaria que rutila en un cielo oscuro y nublado; oleadas de luz casi imperceptible que nacían del vientre de la paciente, del corazón recién nacido a la vida.
El doctor ya había comenzado a sudar. “Permítame, señora, este aparato no funciona bien,” dijo y salió apresurado. La paciente se encontró sola en el consultorio lleno de paz y entró en un sueño agradable. Ahora el hermano de luz tomaba el corazón entre sus manos y se proyectaban haces de sol que se filtraban entre los dedos, como la luz dorada que se abanica en las nubes y cae como un divino líquido suspendido en el aire de las tardes; era la luz del pequeño corazón escapando en cada latido. Con las manos entornadas hacía movimientos mínimos, cuidadosos; girando, amasando, dándole forma al asa cardiaca. Y el tubo se doblaba hacia delante y a la derecha, y el corazón se iba semejando al de un niño y quedaba depositado en el pecho del ínfimo ser. Y el ángel respiraba hondamente, como si todo un huracán entrara a su pecho y alzaba sus manos al cielo y mil partículas de luz se reunían en el medio del corazón, formando un tabique entre los ventrículos, subiendo como una ola coronada de espuma y de luz viva hasta el centro. Y parecía que el ángel jalaba el éter desde el cielo hasta su poderoso tórax y los puntillos de luz bajaban como una membrana del techo de las aurículas al centro del corazón, imitando en una escala infinitamente más pequeña los bellos ademanes del santo. Y el ángel abría sus brazos y los juntaba con fuerza hasta formar un círculo con sus manos, y la luz que iba como en religiosa procesión del cuerpo de la madre al pequeño corazón se aglomeraba dándole forma a las brillosas válvulas, y el corazón recién nacido a la vida se regocijaba bajo la mirada de ese bello ser.
El médico volvió con un aparato de ecografía portátil, el ángel retiró afablemente el velo, el médico apoyó el transductor en el vientre, y se escuchó el latido. Ambos sonrieron, médico y madre, mientras el hermano de luz daba gracias al Padre Amado, conmovido y con grandes lágrimas mudas; de rodillas, con sus manos en el pecho como reteniendo a Dios en ellas, con su frente en el suelo y la mirada tendida hacia La Divinidad. La visión se desvaneció dejando rodeada a la mujer de velos rosas y dorados.
La consulta siguió el curso normal y terminó con la frase clásica: “tome una pastilla diaria hasta la próxima visita.” |