La mujer yace macilenta en medio de un lecho que le sobra por todos lados. Agoniza, divaga y transita por caminos resquebrajados, mientras imagina una frazada enorme que se va tejiendo con sus quejidos y silencios. Sabe que el tamborileo débil de su corazón pronto cesará y morirá, se extinguirá. A intervalos, imagina que se deslizará por ese túnel negro que la conducirá a una dimensión inimaginable. Nada importa, Ni los dolores la asedian y sólo es ese manto negro que amenaza con derrumbarse implacablemente sobre ella.
Sus familiares aguardan, como lo han hecho ya casi una semana. Es una rotativa de gente que llega con rostro contrito, pero pronto, cada uno olvida esa máscara y comienza a reír y celebrar el haberse encontrado con otros familiares, olvidando que en esa pequeña pieza, la muerte se cierne como un delincuente.
Los chiquillos juguetean ajenos a todo por cada rincón de la pequeña casa, mientras sus padres, indiferentes, continúan con su tertulia y los jóvenes, no por prudencia, sino porque se ahogan en el asfixiante espacio, salen al patio a fumar y reír a sus anchas. ¡Que lejana se les hace la muerte en sus cuerpos saludables!
La moribunda ha lanzado un quejido y todos olvidan sus menesteres y se abalanzan a su pieza, quizás con el secreto deseo de presenciar su vuelo final. Incluso, una chica enarbola su cámara fotográfica, pero una mujer la espeta con su rostro severo y trepidando en la timidez, la oculta entre sus ropajes.
Nada ocurre. La mujer aceza, pero alcanza a expresar su deseo de que la dejen tranquila. Todos se retiran mirando al piso y los más jóvenes no ocultan un gesto de decepción.
La mujer agoniza, pero todos están aguardando en cada rincón de la casa, los más alejados, con sus cuellos encorbatados, como si la parca exigiera ese tipo de inútiles atuendos. Rezan a intervalos, conversan de fútbol y fuman, fuman mucho, tal si en esas volutas de humo se invocase a alguna deidad compasiva. Están hastiados, pero lo ocultan, asaltan la mesa de los bocadillos y entre mascada y mascada, rezan un padrenuestro.
Transcurren los días y la enferma, famélica y ojerosa, sólo pide que esa entidad desconocida sea misericordiosa con ella y le cierre los ojos y apague sus miserias. Hay una inexplicable culpabilidad en sus gestos. Anhela quizás, no continuar incomodando a su gente.
Mientras, los visitantes, rezando y deglutiendo, fumando y cuchicheando, aguardan en el living de la casa, rogando exactamente por lo mismo, ya que están hastiados de que la muerte sentenciada, los mantenga en ese limbo incómodo, en la antesala lúgubre que se alarga y se extiende tal si fuera per saecula saeculorum.
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