Ruiseñor
benévolo cantor de las desdichas del mundo,
pon un tinte de dulzura a este ramo de querellas:
este apócrifo rumor penitente
que contemplan las estrellas.

Desvanece con tu trino el aciago retablo
de esta trémula sombra
que camina magullando las calles,
errante en su delirio,
sin sustento, sin destino, siguiendo gélidas quimeras.

Qué bosqueja su mente embriagada con vino
mientras un perro le lame las manos;
tal vez recuerda la sonrisa de un niño
que de a poco se ha borrado en su conciencia.

Divaga en la noche buscando refugio
hallando tan solo inconexas respuestas e insultos.
Bajo el umbral de una iglesia
yace ahora su cansada silueta:
fantasmagórica fuga de tormentos
queriendo beber de un cáliz
a los pies del Nazareno…
las puertas no se abren,
el noctámbulo campanario
lo observa desde lejos prolongando su espera,
cristalizando un suave arpegio
que desgarra su metálica garganta silente;
proyecta su sombra imponente sobre el hombre
como queriendo con una intangible cobija
poner un sello de dulzura a tan inefable lamento.

Recibe tú, benigna ave, su ingrávida plegaria,
sus lágrimas sin consuelo, ocultas por el rocío
y los surcos de la tierra que le sirven de lecho.

Salmo de las flores de una tumba sin epitafio
solamente peregrinos tormentos rezuman bajo la tierra.

Bendita muerte! de quien no halla
nada más que una indecible consagración en tus brazos.
Dejando su cruz a los pies de un santuario
alguien espera el tibio beso de tus labios,
que tu regazo le de descanso
a una lánguida figura maltrecha…
éxodo de aquel que nunca entendió su destierro,
reguero de luz temblorosa sobre el abismo.
Ahora se rompen los cristales silencio
con el último suspiro de un mendigo
y el terrible aullido de su fiel perro.