-IV-
Perdí la cuenta. No sé si navegamos tres o más días.
Desembarcamos y pese a no ser demasiado larga, la primera caminata en la selva acabó por resultar agotadora. Cuando como por ensalmo el poblado se reveló ante nosotros, sudábamos por todos los poros.
Me sentí entre admirado y desilusionado. Esperaba encontrar una horda de paleolíticos agasajándonos e incluso, venerándonos. En cambio el puñado de indígenas que se acercó hasta nosotros, parecían muy conscientes de lo que esperábamos ver reflejado en ellos: sus atuendos, y una cultura que se detuvo en el tiempo. Pese al aparente silencio, me di cuenta de su laboriosa actividad. Me hallaba en una aldea en la que todos sus miembros trabajaban; unos elaborando delicados utensilios, otros cazando y pescando. Nada era como había imaginado. Si bien, sobreponiéndose a todo, algo logró impresionarme: su mirada intuitiva. Eran ellos quienes nos estudiaban, y quienes en realidad iban a decidir si habrían de aceptarnos o expulsarnos.
Tras disfrutar del entretenimiento y vínculo de unión de unos tiros con cerbatana, todos estábamos sonrientes, aunque en el fondo me sintiera triste. Pues entendí su delicado contexto. Estaban atrapados entre la espada y la pared. La espada era nuestra civilización; en cuanto a la pared, una selva que debido a los intereses comerciales acabaría por resultar esquilmada.
Esa misma noche o quizá después, todo cambió para mí. Empecé a encontrarme débil ¿eran las fiebres o secuelas de mi enfermedad? Lo cierto es que los anti psicóticos parecían haberme estabilizado. De una forma u otra todo tiende a tener un principio y un fin, y dentro de mí se fraguaba un cambio que no era capaz de prever.
Me desperté en una oscuridad silenciosa. Lejos o tal vez cerca, unos perros aullaban. Amortiguados por la fragosidad de la selva, los baladros disminuyeron hasta desvanecerse y de nuevo se impuso el silencio.
Salí de la choza y en el claro que se abría en la espesura contemplé las estrellas, a la vez que mis oídos se iniciaban a nuevos y extraños susurros y resonancias, como el dulce o escalofriante ulular de especies que nunca había oído. Un impulso irrefrenable me animó a caminar. El croar de las ranas dominaba un escenario encuadrado entre negros telones de tul, que ofrecían la turbadora sensación de mantener velados unos gigantescos bastidores. Enraizado a mi tronco con el vigor de una madreselva, el incesante canto de los batracios me fue guiando hasta un cauce cuya superficie ondulada proyectaba reflejos bruñidos en plata al albor de una luna purpúrea. En un estado de inconsciencia alcancé su margen. Caminaba sin experimentar ese miedo que de forma instintiva aviva nuestros temores más ancestrales. Pese a encontrarme descalzo, me conducía con una resolución involuntaria o quizá accidental. Estaba en un entorno frágil y a la vez movedizo, y dejarme llevar por los sentidos era todo cuanto podía hacer: oler los aromas, respirar y sentirme vivo era un placer cercano al hedonismo. Sin embargo, cualquier paso en falso, podía significar la diferencia entre continuar o dejar de ser...
Asociado al concierto de la jungla capté una nota discordante, era un lánguido resuello silbante. Aislándola de los infinitos matices que la cercaban me moví en una dirección. Me condujo a un afluente que solo podía desembocar en el turbio caudal del Marañón. Chapoteando caminé por la orilla, hasta que unos ojos fosforescentes y fríos, como pulidos diamantes amarillos, me interrumpieron. Me dispuse a hacer lo más razonable: regresar. Entonces lo vi. Se encontraba a apenas medio metro del reptil, derrumbado boca arriba, con un astil atravesando su costado y sumergido casi por completo en un agua estancada.
Avancé con lentitud perezosa y haciendo gala de un coraje descabellado, desafié la codicia del carnívoro y pasé ante sus fauces.
Con un sentido inherente mis manos se convirtieron en las del cirujano. Con cautela tantearon el cuerpo aún con vida y extrajeron el dardo. Tras desenredar la débil figura de las lianas, soportando las picaduras de unos mosquitos rapaces, la sostuve en mis brazos.
El caimán dio un coletazo y se perdió en la oscuridad.
Carlos y yo nos esforzábamos en su cuidado. Era una joven mestiza que al poseer un admirable cabello pelirrojo y unos rasgos de un lustre blanquecino, lo más probable, es que fuera el resultado del encuentro entre un garimpeiro de origen anglosajón y una indígena. Obviamente el sujeto no se había detenido a meditar las consecuencias de su inseminación. Y ahora Tuntui, considerada maldita y rechazada por la tribu, pagando con su vida, había estado a un soplo de recoger los frutos de su herencia envenenada.
Como dije la atendíamos ambos e incluso, fascinados por su atractivo, alcanzamos un acuerdo en el que ninguno debía tocarla.
Conseguir que la admitieran de nuevo significó días de deliberaciones por parte de la asamblea de ancianos de la tribu. Por supuesto, el refuerzo de Jorge Luis que dominaba el dialecto, y retribuciones exclusivas de nuestro inmoral proceder occidental, como el vergonzoso soborno de unos dólares que algunos nativos empezaban a adorar con un fervor superior al de unos dioses, que tarde o temprano olvidarían, terminaron por resultar decisivos.
Lo que a partir de entonces ocurrió entre nosotros, nunca había tenido lugar. Sobre todo de una forma tan violenta e irreflexiva.
Cuando regresé, tras limpiar y coser la herida de Tuntui, administrarle antibióticos y dejarla en vías de recuperación, el recrudecimiento de mi enfermedad perjudicó mi movilidad obligándome a permanecer en reposo.
Ahora y por decisión de la asamblea, los tres compartíamos cabaña. La medida no pudo ser menos acertada.
No sé cuantas semanas se sucedieron entre delirios, hasta que una de aquellas noches, la imprecisa claridad que proporcionaban las estrellas al filtrar su resplandor en el tejido de tela del tragaluz, me condujo a presenciar una escena que entristeció y corrompió mi alma.
Me despertaron unos suspiros profundos. Su origen estaba a mi derecha; en el jergón de Carlos. Volví la cabeza y en la penumbra de una vigilia tranquila, vislumbré sus siluetas y percibí sus deseos. Sus manos se buscaban y palpaban, sus sofocos contenidos eran puñaladas que desgarraban mi corazón. No sé cuánto permanecí en aquel estado de humillante postración, incapaz de moverme, sometido a la traición, hasta ceder a un desfallecimiento que convirtió mi percepción en un laberinto de extravagancias desmembradas.
Peor fue abrir los ojos al día siguiente. Completamente desnuda, la desvergonzada salvaje yacía fuertemente abrazada a mí. No pude sino enternecerme primero y a continuación echarla de mi lado a manotazos.
El resto del día fue un tormento.
Mi corazón me dolía y la cabeza incluso más. Lo cual no fue impedimento para que vomitara palabras fatuas, cargadas de odio contra mi hermano. En cambio él continuaba ignorándome ¿o se hacía el olvidadizo? Me daba cuenta. Mi enfermedad progresaba tan rápido como mi desorden mental. Necesitaba la ayahuasca. Pero teniendo en cuenta que el chamán de la asamblea aguaruna no estaba por la labor de proporcionarnos el brebaje —pues pensaba que estábamos igualmente malditos—, ¿quién y cómo me lo iba a suministrar?
Una noche volví a sorprenderlos. Esta vez no me pillaron desprevenido. Salí de la cama y con un machete me abalancé. Aterrada, Tuntui evitó por milímetros los machetazos y salió de la choza como una exhalación.
Me desperté lleno de heridas y atado al camastro. Aquello era obra de Jorge Luis, que ayudado por jóvenes guerreros, acudió a separarnos.
En vano supliqué que me liberaran.
Tuntui regresó a mi lado y llorando me dio de beber y comer. Después llamó a Jorge Luis y le hizo traducir lo siguiente.
—Mi madre era un chamán condenado. Su condena era ser mujer y chamán. Solo si tú lo deseas y así lo decides, seré tu guía espiritual en la ceremonia de la ayahuasca.
Me quedé mirándola perplejo y me di cuenta de que además de amor, sentía una profunda admiración hacia ella.
José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2014.
Hola!
Gracias a todos.
Continúa hoy, horario de Europa, postearé sobre el madiodía...
|