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El vuelo rasante

El día marca sus nuevas horas. Hace apenas unos minutos que las agujas del viejo reloj a péndulo del comedor dio las nueve. El sol ya se deja sentir en este día de abril como queriéndonos decir que el verano no se va y no deja entrar al otoño que lentamente va arrastrando hojas ocres por doquier.
Carmen, como todas las mañanas desde aquellos días de 1982, lentamente, con dulzura y paciencia, empuja el sillón de ruedas de Andrés hasta ubicarlo cerca de la vereda de su casa. Esta mañana, el rostro de su hijo luce una reciente afeitada bien al ras, una limpia camisa a cuadros cubre su torso, pantalones grises tapan sus piernas muy débiles dejando ver blancas medias que terminan en lustrosos zapatos mocasines. Carmen se detiene, coloca el freno a la silla y observa esos zapatos. Su mente queda en un lugar determinado y piensa ¿para que le sirven a Andrés esos lustrosos zapatos? Eso sí, su hijo luce un peinado muy prolijo resaltando las primeras canas en sus sienes. Hoy está más lindo que nunca. Ella lo ve hermoso.
La madre regresa del interior con una silla que la coloca al lado de la de su hijo y se sienta.
Como todas las mañana, por la vereda pasan algunos vecinos dispuestos a realizar las tareas de todos los días. No pueden evitar los saludos al pasar.
-Hola Andrés, cómo estás?
-Andresito, buenos días…
-Hola gente, como amanecieron?
-Buenas…
-Qué linda mañana para disfrutar…
-Parece que el verano no se quiere ir…
-Que pases un buen día Andresito…
Y la seguidilla de saludos tiene respuesta solamente con palabras que salen de la boca de Carmen.
Andrés, con su mirada fija en un punto que nadie ve, no sabe o presiente que es lo que pasa a su alrededor.
Es uno más de los veteranos de Malvinas cuya mente quedó en blanco y hoy a los cuarenta y ocho años esa blancura ya está instalada hasta en su alma.
Un ovillo de hilo blanco y una aguja a crochet juegan en las manos de Carmen en un vano intento por matar el tiempo que desde hace treinta años está instalado en su vida y en su amor de madre y hace que sus manos se vuelvan invisibles mientras las horas avanzan.
Esta mañana de abril, en el rostro de Andrés de pronto aparece una sonrisa. Nadie ve esa sonrisa, sólo el diáfano cielo azul parece que es testigo de este milagro. Sus ojos se mueven, el punto lejano que nadie ve cambia de lugar y en el cordón de la calle que está al frente, un ser desconocido acaba de posarse. Es una gaviota. Blanca, blanquísima, nívea, donde resalta su pico rojo con ojos y patas del mismo color. Sin temores, el ave cruza la calle y con paso de bailarina camina hacia Andrés. Carmen parece que no logra visualizarla.
La gaviota con un breve vuelo llega al antebrazo del ex soldado y se posa suavemente en su mano derecha. Andrés por primera vez en treinta años levanta su mano izquierda y con ambas toma a esta visita inesperada. Ésta se asusta un poco y logra sacar sus alas que con un gran impulso produce un aleteo muy fuerte que levanta a Andrés de su sillón y ya se encuentra flotando en el espacio.
Con otro gran impulso comienzan a volar. Andrés se toma muy fuerte de las patitas de la gaviota y ya en el aire todo parece más liviano. Adquieren velocidad, primero parecen un barrilete, después un cometa, luego una nave espacial y más tarde un haz de luz que surca el espacio a gran velocidad. El cuerpo de Andrés adquiere rigidez y toma la horizontalidad necesaria para deslizarse por el aire. Atrás quedan su ciudad y sus campos, la costa marítima y la majestuosidad del Atlántico los tiene por testigos. La gaviota y Andrés, Andrés y la gaviota.
Vuelan a escasos centímetros del mar. Algunas gotas los salpican, mojan las ropas y las plumas de los viajeros, cruzan una tormenta que los empapan totalmente. En el horizonte se divisa otra costa. Se introducen en el Estrecho de San Carlos, Puerto Darwin está a la vista, también la Pradera del Ganso y les dan la bienvenida los Montes Kent y Challenger. Andrés reconoce todos esos lugares.
Se transporta a 1982 y una guerra lo tiene como protagonista.
Disminuyen la velocidad y muy suavemente, la gaviota lo deja en tierra. Se asombra al recordar planicies bajas y onduladas, camina entre la arcilla y la arenisca blanda, una costa escarpada junto a un intenso frío lo envuelve mientras su cuerpo soporta un fuerte viento del Oeste.
De pronto sale de la trinchera donde la Tercera Sección de la Compañía “C” del Regimiento de Infantería 25 está apostada defendiendo patrióticamente este pedazo de tierra entrañable y querida. Camina despacio y observa los restos destrozados del Lanzador Antimisiles MM-38 Exocet que nuestros soldados derribaron, también los hierros retorcidos y oxidados de un Helicóptero Westland Sea Linx rendido ante la valentía de los soldados argentinos y más allá, los restos de un Cañón de 100 milímetros también le da la bienvenida. Sus pies tocan unos papeles dispersos, es una vieja carta que una antigua noviecita le mandó en tiempos de guerra. Las letras casi se borraron, el azul de la lapicera se corrió con la humedad.
Levanta la mirada y en lo alto de una lomada unas figuras lo saludan con las manos en alto. Son Oscar “el chueco” Salcedo, Marito Pereyra, Jose “vitrola” Borges, Pedro “anfibio” Ramírez y otros a quienes no le puede ver la cara. Ellos partieron hacia el Padre de los Cielos unos días antes, un ataque de misiles ingleses destruyó su pozo de zorro. Corre hacia ellos con la intención de abrazarlos, cae de rodillas, se embarra las manos y de sus ojos las lágrimas se mezclan con la tierra mojada que intenta borrar este momento.
En ese instante, un chillido y un aleteo conocidos le advierten que deben emprender el viaje de retorno.
Un haz de luz en contados segundos los lleva al lugar de donde partieron.
Carmen deja su aguja y el hilo que la tuvieron entretenida todo el tiempo. Mira su reloj, es el mediodía, hay que almorzar. Toma la silla de Andrés para llevarlo al interior de la casa. Su rostro sigue serio, sus ojos siguen mirando ese punto del infinito. De pronto advierte que el peinado prolijo de la cabeza de su hijo está todo desordenado, sus ropas parecen húmedas y en sus manos, un barro oscuro empezó a secarse entre sus dedos.



Texto agregado el 14-05-2014, y leído por 82 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-05-2014 ¿Cómo puede haber pasado desapercibido este texto? Es magnífico. hipsipila
14-05-2014 Excelente! rentass
 
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