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De entrada, jamás sabremos qué sentir, qué sea sentir, siquiera. Estos tiempos resultan poco novedosos y poco originales. Cada conducta es un camino eternamente transitado, la literatura, la música, todas las expresiones artísticas, la ciencia, etcétera. Cada emoción o juego es una rutina, una reiteración, y la convalidación de seguir en lo mismo que los ancestros. Las emociones pues, como muchas vivencias, no son resultado como tal del impulso puro o el deseo independiente de cada individuo, más bien un reflejo del esquema humano universal que perpetua no sólo la especie, sino las costumbres.

Cuando Jano le dijo a Ana que dejaría a su mujer, sólo repetía una formalidad. Un convencionalismo, disfrazado de impulso por protegerla, o por hacerla sentir protegida; le convidó a caer en ese abismo de la reiteración de actos que se han venido forjando como imperceptibles obviedades en el quehacer humano. Jano creía que sentía culpa de haber vulnerado esa franja que siempre los había distanciado desde que eran niños. La culpa, la habían inventado en buena medida, para llegar irremediablemente al arquetipo; para someter, para mantenernos contenidos del modo en que se contienen los animales en una jaula. Jano sabía que existía amor en todo este juego al que habían llegado. O creía saber.

Todo dentro de la estructura. Ana le amaba desde siempre, desde el barrio, desde ese pequeño suburbio al norte de la ciudad; pero había descubierto que el amor no era un sentimiento o una sensación. No había coherencia, ni vidas comunes, ni experiencias compartidas. Mucho menos afinidad intelectual. Y de verdad que eso que sentía (y Ana siempre se aferró a creer que era amor y a llamarle así) es más que el irrefrenable deseo que les invadió cuando en casa de Ana (solo tres cuadras delante de la casa de la niñez), habrían de descubrirse y desnudarse las entrañas. Pero eso fue después.

Primero la llamada. Jano aprovechó una excusa válida, como la lluvia, para retrasarse. -Te llamo luego. Estoy en media inundación y no quiero ser grosero contigo al teléfono. Sabes que me caga el tráfico- Su mujer sabía que llegaría tarde o pararía en algún bar. Y era lo mejor, pues si se esmeraba en llegar pronto, igual se portaría como un patán, los niños llorarían… La escena choteada de siempre que le serviría de preámbulo para que invariablemente hablaran de separación. Siempre como amago.

Luego, de cualquier forma Jano tomaría el camino acostumbrado de irse a vagar y dormir en el sofá cuando regresara. Así se manifestaba cuando su noche de viernes con coartada intempestivamente caía en otro molde que no era el del adulterio y llegaba temprano a casa. Mientras Jano planeó su arribo al trillado molde de la aventura. La cana al aire. Se detuvo en una vinatería. Tinto y queso. Protegió la bolsa de papel con una de plástico que le cobraron aparte.

-Pinches agarrados- pensó o tal vez masculló entre dientes–Por eso no progresan, porque no hay servicio al cliente, no posicionan una marca dándole el valor agregado a su servicio- Luego rió. Eso de hacer consultoría mercadotécnica lo tenía peor que el tráfico y la lluvia. Todo atentaba contra el crecimiento y el progreso económico. Pensó vagamente que la vida en la ciudad, en las empresas, en todas partes quizá, se resumía a encontrar el gusto por romper los esquemas. Luego vino el momento de estacionarse. Dejó el carro lo más cerca posible de la casa de Ana, no obstante llegó hecho una sopa. Otro arquetipo, la tía. La de él, la de cualquiera. La de molde: -mira cómo vienes Jano, echo una sopa, te dije que no salieras a la lluvia-

La niñez le volvió un instante según él, pero sin proponérselo, calzaría estructuras de su niñez todo el tiempo antes y después de esta remembranza involuntaria. Como de costumbre. La cara de un niño malcriado y cómplice que le brindó a Ana cuando le abrió la puerta. Jano de niño le brindaba una mirada así cuando estaba a punto de perderse para resultar con otra fechoría. Pero esta vez no se fue. Traía su plan mediocre y estructurado para quedarse y acometer sobre el molde. Realizar su travesura, ahí mismo, para deleite propio, con y en la casa de Ana. Un poco de queso y vino. Bailar en la penumbra, refugiados en sí mismos de la lluvia y sintiéndose lejos de los estereotipos domésticos de esposo y padre clasemediero. Después…

El vino era malo y el queso regular. Ana había preparado puchero un día atrás y quedaba un poco en el refrigerador. Al abrirlo, Ana se agachó por el recipiente, Jano imaginó, sintió, quiso, deseó. Recordó conductas primitivas, salvajes. Arrancarle la ropa, someterla, escupirle, violarla. Todo macho busca una buena oportunidad para el sometimiento, para desahogar sus complejos. Todas las estructuras, finalmente, lineamientos inventados, desde el primer trauma, desde el primer complejo, cuando no había palabras para designar estas conductas, ya eran vías comunes estas conductas y estas manifestaciones, aparentemente impulsivas. Muy frecuentes.

El deseo de sus nalgas firmes, envueltas por la suave tela del pantalón que se le ceñía tan bien, no era más que una vulgar repetición, y los ejemplos, vistos o vividos, le provocaron toda clase de intenciones. Quiso fingir que no veía y no pasaba nada. Otra conducta de esquema. Si no se hubiera presentado al llamado del primer arquetipo, no se hubiera desencadenado este efecto dominó de malas copias conductuales. Fracciones de segundo en el suspenso, pero por más que creyó luchar por apartarse del molde, culminó la escena aproximando su cuerpo a la cadera de Ana que sujetó firmemente con las dos manos. Cuando el impulso lo condujo a ese tobogán de estupidez primitiva, Ana le apartó violentamente, indicándole tan ordinario comportamiento.

Movido por el deseo acartonado, ¿habría otra manera de comportarse sin recurrir a un patrón? Ana notó que Jano se había enfadado. Ella se remitió a esos años infantiles, cuando lo retaban para del deleite del morbo colectivo, a media calle, por haber hecho alguna travesura. Como cuando veía pagar las consecuencias de haber compartido la otra mirada. La de cómplice. Pero Jano quería apartarse del estereotipo, y aunque la mueca era casi por reflejo, el origen no era del todo estructurado. El enojo no era por la respuesta de Ana. Era por su propia reacción. Forcejear hasta saciar el impulso o abstenerse hubieran sido dos actos mucho más interesantes. Posiblemente, hasta más honestos.

Si pudo agacharse completamente, ¿para qué adoptar esa postura varios segundos en lo que sacaba un recipiente del refrigerador? Acto desde luego, más que mecanizado y calzado. A lo mejor Ana buscaba en el fondo provocarle ese supuesto deseo. Obviamente, se pensaría en un nuevo patrón de conducta. La mujer que se ofrece pero no se entrega tan fácil. El mexicanísimo regateo de su cuerpo como si fuera mercancía. Entonces Jano reaccionaba conforme al esquema convencional. Mostraba su deseo pero no lo desahogaba, pues ella ponía el límite. Ana dominaba entonces al demandante macho de arquetipo que ocupó una sillita de la cocina y se sentó para quedarse como cualquier hombre que llega a casa y espera que su mujer le sirva algo de comer. No había ocasión “especial” para ocupar el comedor. Otro molde.

Ana pensaba que la escena era por demás inusual. A menudo se sentaba sola y en ocasiones frecuentes invitaba a una amiga a platicar con ella en la cocina mientras bebían café. Esta vez se encontraba, a sus treinta y seis con la persona menos esperada, ocupando el lugar de algún marido supuesto. Ella se hacía de pequeña a esa edad, casada, lejos del barrio y del recuerdo de Jano. Pero su propia cadena de arquetipos la llevó al momento en que se encontraría a punto de decidir si optaba por satisfacer un deseo pueril y añejo.

-Siéntate conmigo- Pidió él como si la escena anterior no hubiera sucedido
-No tengo hambre- Sonrió Ana y le miró reaccionar. En el fondo, lo estaría provocando todo el tiempo. Esta vez, ella no parecía a merced de sus desplantes. El pidió su compañía. Ella deseaba una oportunidad así desde la niñez. Y comenzó a desearle tal y como la sociedad en donde creció, le había adoctrinado. Abnegación. Cartitas perfumadas, que nunca mandaba; comentarios con las amigas de un chico incógnito que le interesaba tanto y que nunca se fijaba en ella. Pero el juego era diferente. La heroína del teleteatro de arquetipo ahora dominaba, el desenlace de la trama incansablemente recorrida, estaba por llegar (según ella) al nudo en donde ella mandaba. Y ganaba. La recompensa a tanta abnegación. Las tres letras del final feliz arquetípico.

-Acompáñame- Casi suplicante, dijo Jano y Ana se acercó una silla. -Nada sale bien cuando llueve, ¿no es así?- Contestó Ana, recordando que de niños, no los dejaban jugar cuando llovía, y les hacían dormir más temprano, incluso. Ana imaginaba en esas ocasiones torpes fantasías plagadas de cursilería y obviedades televisivas –Nunca podíamos jugar cuando llovía, este vecindario estaba tan lleno de padres sobre protectores…- Dijo Jano con esa risa cómplice en la boca, que muy suavemente fue aproximando hacia Ana. Ni bien se tocaron sus labios, el estruendo de un relámpago la asustó y Jano echó a reír – Ahora falta que se vaya la luz y derrame el plato sobre tu blusa- Comentó Jano ligeramente exasperado, y Ana se levantó de la mesa, ensayando esa sonrisa cómplice, volviéndose hacia donde estaba el interruptor. –No hace falta que se vaya- Contestó sugerente pero acartonada, y acto seguido, Jano se levantó al momento que ella apagó la luz. Se acercó a su oído para decirle, conteniéndose la risa –Ahora aléjate de la mesa, y no derrames nada, que tampoco hace falta-

Comprendiendo lo dicho, Jano se incorporó para quitarle la blusa, que dócilmente Ana dejó desabotonar mientras acariciaba su pelo.
-Siempre me gustaste- susurró ese molde de mala película al oído mientras dejaba caer la blusa de Ana
-Mentiroso- Reprochó coqueteando como niña tonta del mismo filme y recordó reclamando – Nunca me hiciste caso, atendiste a varias chicas del vecindario y nunca te fijabas en mí. Yo siempre fui tu alcahuete, tu tapadera, tu confidente y acabase casándote con esa tetona idiota…- Jano quiso contenerse, pero sólo pudo atenuar la risita burlona para decirle otra parte del sript trillado – Yo esperé a que llegara este día- Mientras acariciaba su espalda –Y en la espera, te mandaste un par de críos- Replicó Ana ya comenzando a enfadarse. Pero nada les alteraba lo suficiente como para apartarse del esquema. Jano y Ana estaban cabalgando ya sobre los lomos del impulso o del esquema del impulso, porque finalmente la tensión sexual caería en nuestros días dentro de patrones muy claros y definidos por más que ambos desearan apartarse del molde. A toda costa. Ella deseaba que Jano la estrechara, que sorbiera sus labios mientras la escena se volvía otro patrón. Jano le quitaba el broche al sujetador. Era uno muy feo. Como los que Ana siempre usó. “De señora”, le llegó a decir en la adolescencia un idiota que no llegó a más después de esa expresión.

Jano fue guiando cada movimiento de sus manos, justo a donde alguna vez soñó ponerlas. No hacía falta que se sacara la camisa, las manos de Ana ya eran dueñas de su espalda, que fue recorriendo con las yemas y las uñas. Entonces Jano le dijo que cada impulso y cada deseo tienen origen en recuerdos infantiles, que lo que sentimos es sólo una consecuencia. Que el deseo de lo que no habíamos hecho nunca, era el más honesto porque es así como exploramos y aprendemos de nosotros.

Entonces, sin dejar de besarse Ana le quitó el cinturón y desabotonó el pantalón. Bajó el cierre lentamente. Dudando un poco. Bajó el slip. Jano iba a decir algo, pero Ana aprovechó esa separación de sus labios para arrodillarse y comenzar a lamer muy lentamente ese tramo que quería explorar y comenzó a recorrer con la lengua ese objeto de su nuevo impulso. Ana jamás había tenido ese molde en su mente. Incluso se había abstenido de ver alguna película sexual. Ahora estaba delante sólo su gana de explorar una sensación diferente. Algo que no era la teta de su madre, ni la pajilla de su bebida. Solo un tramo de humanidad latiéndole caliente y firme entre la lengua y el paladar.

Por un momento Jano se sorprendió, pues no se esperaba un movimiento así por parte de Ana, siempre tan seria y tan ñoña. Ahora la persona era lo inusual. Para Jano, la idea de una felación era un molde más. Ana por el contrario, estaba al borde del trance. Tratando de aprovechar el momento puro del impulso. Pasó su lengua muy despacio por la punta de sus dudas y luego fue metiéndose bocados cada vez más amplios de ese brazo palpitante de calor y deseo mientras sus uñas se clavaban en las nalgas de Jano, a la par que las manos de él acariciaban su cabello.

La inexperiencia en la tarea se le notaba a Ana en lo precipitado que se estaba volviendo su quehacer, así que Jano tenía que frenarla de a poco deteniendo el ritmo, buscando ajustarla a su convencionalismo conocido. Forcejeó un poco sujetando su cabeza hasta que consiguió separar a Ana y tirarla justo en la entrada de la cocina. Jano se inclinó para cargar a Ana y llevarla hasta la recámara –Como lo hacen los recién casados- Dijo Ana tontamente y Jano asintió. La dejó muy delicadamente sobre la cama y Ana se apretó contra él con fuerza –No me quiero quedar con ganas de nada- Aclaró muy decididamente para recibir por respuesta un silencio que acompañó el siguiente molde: Quitarle el pantalón y sus panties –Estas son menos conservadoras que lo que traías arriba- Comentó Jano muy diplomáticamente, con alguna curiosidad mientras Ana se dejaba hacer y no contestó. Casi lo hacía, cuando él comenzó a lamerla ya húmeda por todo lo acontecido y sólo alcanzó a gemir quedamente.

El acto era por demás choteado y desgastado, salvo que nadie había explorado ni un palmo de la piel de Ana. Ni ella misma. Pudorosa y recatada, congelaba todos sus impulsos en el chorro de agua fría, de modo que para Ana, todo fue entrega a la novedad, con un candor semejante al de su niñez. Jano separó sus labios y un poco de vello con los dedos, muy quedamente. Estudiado. Estructurado. Esquematizado. Una práctica completamente gastada, pero igual lamió profunda e insistentemente, mientras Ana, quieta, se abandonaba al mar de sensaciones que estaba descubriendo, hasta que se estremeció de placer.

Entonces Jano recobró la boca de Ana, reclinándose como tantas veces había podido hacerlo, con la novedad de hacerlo con quien menos hubiere creído. Con quien siempre quiso. De quien siempre se resistió a pensar así. Una conquista accidental, una falla en el destino mediocre de mujeriego de Jano.

Su mujer, su vida miserable entre hipotecas, pagos de tarjetas de crédito, colegiaturas de unos hijos que apenas le amainaban la sensación de derrota ante la vida. Cuando se volvía conquistador, cuando era un legendario incorregible de ese barrio al que arribó ahora de incógnito, las cosas prometían mucho más para Jano. Todos le perdonaban la pillería que hiciera, porque era tan dulce y tan bueno en el fondo. Porque era muy inteligente y no le fallaba a los padres en la escuela, porque era líder de los chicos; se ajustaba finalmente al molde social y albergaba las expectativas de estereotipo de su pequeño núcleo.

Ahora se erguía un poco, con un aire melodramático, como si hubiese una cámara tomando los detalles de este viejo molde que encierra lo que usualmente se cree que es el placer y donde se ensaya fervorosamente la supervivencia de la especie. Su último reducto de superioridad, de supremacía sobre una figura tan dócil como mediocre. Ana no era por ningún motivo como cualquiera de esas mujeres de las correrías de Jano. No buscaba éste, pues, impresionar con faenas de antología, no era más que expresarse como guerrero victorioso ante la mansedumbre de una presa jamás contemplada. Poder. Dominación. Otro arquetipo. Este reducto del gen egoísta. Este patrón ancestral que se calza invariablemente y que ahora parecía tan novedoso, como separar un par de piernas por primera vez. Y penetrar a la victoria. Una victoria absolutamente acartonada. Podía haberlo hecho antes, pero tuvo que llegar el momento adecuado en la miseria de ambos para fundirse en la torpe mediocridad de la expresión de patrones mentales aprendidos. Y creer que era la novedad en medio del más mediocre e intrascendente de los días de sus vidas insípidas. Sin impulsos verdaderos, sin sentimientos honestos y puros. Con la marca del convencionalismo. Traumas y complejos. Obsesiones. Dos frustrados entrampados en arquetipos baratos. Cualquier pareja de seres humanos.

Ana jamás había llegado con alguien hasta ese momento, que sabía en el fondo, estaba guardado para Jano. Cursi modo tan trillado y anacrónico que ella misma se pudo convencer de la ubicación de su vida como un personaje de sus novelillas románticas de revista ‘femenina’. Ella, no obstante la delicadeza, se había sentido penetrada de golpe, profundamente. Casi se desmaya. Casi vomita. Casi llora ridículamente. Pero pensó que esas cosas las haría una niña tarada el día que le arrebatan su virginidad. Sabía que esta era su oportunidad de realizar algo que siempre quiso. Desde el fondo. Que se vería por demás tonta al momento de iniciar una escena de arrepentimiento. De remordimientos, de culpas y cargos de conciencia. Ya había dicho que no quería quedarse con ganas de nada. Ahora le tocaba conocer qué era lo que en realidad quería, y tenía que llegar hasta el final de su exploración. Jaló aire profundamente, cerró los ojos y dejó de pensar.

Jano comenzó a moverse muy despacio para luego detenerse unos instantes y recobrar el ritmo nuevamente. Una y otra vez, para acelerar un poco en cada ocasión. Como cualquier vez. Ana estaba nuevamente en posesión de su espalda que comenzó acariciando y poco a poco fue arañando más y más, intensamente. Sus piernas intentaban envolver a Jano pero sus fuerzas la abandonaban conforme el ritmo de sus embestidas se hacía más intenso. Frenético. Fue en esos momentos cuando, ya incapaz de contenerse estalló en un grito que se mezcló con el desdibujado ruido de la lluvia, acompañado de una gran sacudida que rebasó cualquier escalofrío y cualquier placer. Acaso Ana pudo suponer que era un orgasmo, pero no estaba para averiguaciones. No estaba conciente de su cuerpo siquiera. Quiso arañarlo, morderlo, apretarlo con sus piernas, pero ya estaba exhausta.

Inmediatamente de notar su expresión de gozo y abandono, Jano se apartó y giró a Ana para luego sujetar su cadera, justo como lo había hecho delante del refrigerador. Separó sus nalgas que ardían de deseo y de duda. ¿Qué era lo que ella quería en realidad? ¿Ana estaría consciente de su deseo? Jano supuso que todo molde debía romperse. Ana le tomó la palabra esa misma noche en que llegó inesperadamente. Ahora le tocaba a él. Iniciar su búsqueda, lamerle ese punto lentamente, exclusivamente con la punta de su lengua. Lamer alrededor y comenzar a frotar su deseo contra la duda. Romper el molde. Intentar con alguien inimaginable, hasta hace unas horas, lo que siempre había querido hacer con una chica. Invariablemente iniciar esta tarea le resultaba complicado a Jano.

Preocupado por complacer y llevar a la cúspide del placer a sus amantes, se encontraba muy frecuentemente exhausto de recorrer las rutas desgastadas de deseos ajenos. Qué decir de la esposa, tan en el molde de la esposa –“Esas cosas son de mujerzuelas, y yo soy tu esposa, a mí me tratas con decencia”- Una vez quiso hacerlo con una prostituta, pero la sola conciencia de compra – venta, lo inhibió por completo y aquella ocasión terminaría con una nueva confidente, pero sin probarse delante de su propio deseo. Todos los moldes fueron desvaneciéndose cuando empujaba para vencer la última resistencia. Un esfínter. A eso se reducía el ímpetu de exploración de Jano.

Quebrantar el molde de un esfínter para complacerse desahogando frustraciones y mediocridad. Poco a poco fue entrando. Ana tuvo miedo, pero no quería quedarse con ganas de nada. Y aunque al principio le dolió, ni una queja salió de su boca. Abnegación. Quería llegar hasta el final de su deseo. Una vez, sintiéndole adentro, Ana recobró la sensación de placer. Y fue en aumento cuando Jano comenzó a moverse de nuevo. Su ritmo fue mucho más constante, mientras su brazo izquierdo rodeaba a Ana para que alcanzar a sobar uno de sus pezones; su otra mano le hurgaba la vagina. Ana tenía la cara de lado contra la almohada y sus rodillas soportaban la fuerza de los embates de Jano, mientras sus manos abrían más las nalgas e impulsaban su cadera hacia él. Ahí se acabó la abnegación. Ana rompió un arquetipo mucho mayor que Jano. El placer no se encontraba en la rendición total ante los deseos del otro. Tenía que ver con la interacción, con la búsqueda de su propia satisfacción en el otro, cuya iniciativa, precaria y desgastada sería rebasada por el propio deseo de exploración de Ana. Pero esa actitud también es un molde calzado. No tanto como las manifestaciones de Jano, pero finalmente estaba dentro de un nuevo esquema.

Fue entonces cuando Jano se asumió en otro patrón, cuando incorporándose nuevamente, como corredor en la meta, rompiendo su propia marca se instaló en el histrionismo. Como guerrero victorioso de película, un hombrecito de cartón que festeja como cualquiera, creyendo que lo suyo es un suceso único y casi milagroso. Un primate cualquiera que se cree Dios por obra y gracia de las endorfinas y sus propias imágenes de arquetipo. Un molde, un convencionalismo más.

Ana sintió más intensamente las embestidas y la fuerza con que Jano estaba moviéndose; ahí arreció en fuerza y velocidad para dejar salir el torrente que inundó de calor las entrañas de Ana. Acto seguido, comenzó la retirada, salió lentamente de ella un poco menos tieso que como entró, pero todavía muy caliente. Se abrazaron, se envolvieron con el cobertor como un capullo.

Acaso este acto no entraba en ningún molde, o quizá era el más elocuente signo que en sus vidas miserables de patrones conductuales gastados, esta tierna imagen sería la única expresión de sinceridad y manifestación honesta de individuos que acaban de reiterar todos los moldes de su catarsis sexual.

-De haber sido gemelos, hubiéramos estado así dentro del vientre materno- pensó Ana con descuido, para preguntarle de inmediato a Jano-¿Qué pensaría mi madre si me viera de éste modo, abandonándome por completo al placer y a los instintos?- (Porque en el fondo, así lo creía Ana) A lo que Jano contestó -Tal vez pensaría que su hija no deja de explorar ni de aprender de su cuerpo y los ajenos- No volvieron a soltar palabra alguna, convencidos de su honestidad. Que los cuerpos son para expresarse, que lo que sentimos es una consecuencia nada más. Que no hay culpas. Que, como el propio Jano le dijo a Ana después, ambos saben expresar maravillosamente su cariño de hermanos.

IVÁN GUTIÉRREZ LÓPEZ

Texto agregado el 14-05-2014, y leído por 187 visitantes. (0 votos)


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