Facebook ha llegado a nosotros con su parafernalia tan avasalladora y hoy, verbigracia de la tecnología, podemos conseguir amigos de cualquier parte del mundo por el simple afán de agregarlos a por montones y acumularlos como si fueran transables en oro. Conozco personas que ya superan el milenio de personajes y aún desean multiplicarlos, más por un afán angurriento que por la real necesidad de tener verdaderos amigos. Yo, personalmente, no supero la centena y muchos de esas personas me han pedido amistad, pero transcurren los años y nunca hemos intercambiado ni una mezquina frase. Algo psicótico hay en todo esto.
Pero, se me viene a la memoria una situación que vivió mi hermana hace varios años. Leyendo la revista Ritmo, que era una publicación juvenil, se topó con una sección en la cual era posible intercambiar correo con jóvenes del extranjero. Pues bien, mi hermana se entusiasmó por tener correspondencia con alguien de otro país, que en esos años era poco menos que entablar un conversación con algún ser extraterrestre. Y le escribió a una niña norteamericana de nombre Susan, que vivía no me acuerdo en que estado y que también deseaba tener comunicación con alguien de otro país.
Pasaron las semanas y un día cualquiera llegó una carta dirigida a mi consanguínea y con grandes muestras de alegría, abrió el sobre y comenzó a deletrear esas líneas. La letra era muy pulcra, pero la forma como hablaba el castellano era muy chapurreado. Decía que ella residía en New Jersey (ahora me acordé), pero que había viajado a Nueva York y que había conocido a muchas estrellas de cine, entre ellas a David Mac Callum, co-protagonista de “El agente de Cipol”,que era un hombre “muy hermosa”.
Nos reíamos mucho con ese castellano acantinflado, pero intuyo que ella tuvo su revancha cuando mi hermana le envió la respuesta, utilizando ese inglés de colegio, acartonado y vacío de los necesarios modismos gringos.
Semanas después, la norteamericana le envió a mi hermana una encomienda. La acompañé a retirarla al correo y cuando abrimos la caja, nos percatamos que contenía una linda perra y sus dos cachorros, todos de porcelana. No recuerdo que le envió mi hermana de vuelta, pero creo que después de esto, cesaron las cartas desde ambos lados y todo quedó como una anécdota.
Hoy contemplo Facebook y veo que mi hermana tiene una página, pero rara vez se conecta. Y me convenzo que esos breves correos que sostuvo con la gringuita, tuvieron mil veces más sustancia que la que puede ostentar el entusiasmo desmedido de esos jovenzuelos de hoy, que parodiando a Roberto Carlos, sólo desean llegar como sea a la cifra cabalística de los dos millones de amigos, aunque después no sepan qué diablos van a hacer con tanta amistad de utilería.
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