Me ha dado por suponer frecuentemente que mi cuerpo es el acero que penetra la carne. Un acero que, además, explora. Un acero que no es letal por sí, sino por lo que habrá de conducir. Mientras observo brevemente mi reflejo, el reflejo de un muchacho tímido, temeroso, ansioso. Invadido por las ganas de terminar el juego, o tal vez apresurado por jugar con una ligera certidumbre de buscar ser Dios, tomando con su mano un breve arpón que ha de dar continuidad a sus ideas, que se han ido dando poco a poco y aún en contra de su voluntad.
Como un escrutador imparcial, continúo en mi papel de ser acero, penetrando la carne, hasta llegar al corazón. Misterioso motor de la vida. Y así, como el acero, siento su latir, me muevo con él, e incluso soy víctima de sus contracciones y me siento a su merced. Mi reflejo continúa en el ojo de un can, mientras la mano, el arpón y su vida toman un mismo ritmo y compás.
He de haber sido muy cínico para aceptar las cosas como se fueron dando, o tal vez me llegó la resignación: El río puede también cambiar su cauce y nadie debe protestar. La contemplación jamás me pareció un juego divertido, pero se tuvo que jugar, no había de otra.
Nunca imaginé quedarme a mirar cómo trece años de una vida se extinguían y cómo se le pone fin a trece años de amistad de un solo golpe; como hay uno que se adelanta y resuelve la duda final, mientras el otro tan sólo contempla los hechos y espera que se acumulen más lágrimas para soltarlas de golpe, mientras recuerda que hoy por la mañana sacrificó a su perro. |