Inventé un mundo de nubes, de plantas kilométricas y enrolladas que llevaban a países lejanos, un mundo con varias dimensiones, con seres de colores y con nombres de más de diez letras, un mundo lleno de caminos, caminos que suben, bajan y que vuelven sobre sí mismos, un mundo de suspiros, un mundo lagrimoso con valles de frondosos árboles de los que penden sonrisas, mundo cuajado de gente que recoge la sonrisa de los árboles y las pega con chinchetas a rostros, mundo de rostros multiformes y gestos extraños, con animales de muchas patas y animales sin huesos como las aceitunas, animales que hablan idiomas extinguidos, animales capaces de descifrar enigmas que el hombre ni vislumbra.
Inventé un mundo con distintos niveles, un mundo que gira en todos los sentidos, un mundo con señalizaciones que hacen parar y otras que indican que se debe acelerar, mundo de palabras que se acortan o alargan y forman palabritas o palabrotas, mundo de sueños que alguna vez fueron realidad y de realidades soñadas que aún están por venir; inventé un mundo de sabores, un dulce mundo lleno de episodios amargos y otros picantes, mundo soleado en tinieblas, que recorren coches, bicicletas, aviones, así como globos y pompas de jabón por el aire y barcazas, por el mar, que nunca llegarán.
Inventé un jugoso mundo de frutas bañado por mil y un mares, un mundo con agujeros que llenó el mar, mundo que susurra, que habla, que grita; mundo de seres sin cabeza y de cabezas cortadas indignas de un ser en el que las hojas y los lápices danzan un baile secreto que sólo ven las flores y la luna, un mundo que se pensó tanto a sí mismo que empezó a ser.
Inventé un mundo al revés en el que todo tuviera lógica, un mundo sin lunes, de barrigas calientes y oídos dispuestos a oir, un mundo de hamacas y columpios con gruesas y aterciopeladas alfombras, mundo con vientos que susurran la caída de pequeñas gotas, mundo de suelas lisas, con núcleo de chocolate y corteza de galleta… inventé un mundo y ¿sabéis qué? me gustó tanto, que decidí quedarme en él.
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