Filaucia, Amentia y Desdémona, eran tres hermanas de características muy distintas, cada una con diferente carga de felicidad y desdicha a cuestas, como debe de ser. La menor, de nombre Filaucia recién abandonaba la etapa de la tercera adolescencia de su vida, era de aspecto desgarbado, flaca, estatura mediana, tez blanquezca colmada de pecas, adornado su rostro de persistente acné que no cedía ni con la plasta de aceite de tortuga aplicado caliente en la cara por su madre todas las noches. Era Filaucia, además, de tetas chiquitas y de pezón prominente, de profuso vello bajo vientre y de exceso tamaño en los dientes.
Filaucia, a pesar de su aspecto físico era una mujer feliz, soportaba con cierto desdén las burlas de sus hermanas, el trato de lástima prodigado por su madre y las miradas esquivas de quienes se cruzaban en su camino. La hermana menor poseía como única gracia el gusto y la habilidad para escribir, lo mismo poemas, como historias imaginadas en su soledad. —Es mejor sufrir una ofensa que producirla—, se repetía a menudo. Cuando sus hermanas o alguna otra persona hacía mofa respecto de sus chichitas de perra flaca criando, simplemente afirmaba, parafraseando a alguien: —“Los senos muy desarrollados son las dos grandes lágrimas que llora la belleza de algunas mujeres, por ser tan efímera”— y sonreía con picaresca dejando entrever sus grandes, pero blancos dientes. Era esta muchacha siempre de buen talante, confiada de sí misma a menudo se le escuchaba decir: —Cada cosa o persona tiene su belleza, pero no todos pueden verla.
El polo opuesto entre las hermanas era Desdémona, la mayor, mujer de extraordinaria belleza física y moral. Piel blanca que invitaba al roce de la caricia, cutis de nácar y labios bien delineados sin conocer el beso de un hombre. Cuerpo curvilíneo incitador a lo pasional, pero cubierto siempre con el velo de la decencia y el pudor. Tenía Desdémona una risa cantarina y la voz suave como un poema de amor y su mirada… ah, era como un rayo de sol contagiando su calor. Había en su andar el garbo de una reina y en su ademán el gesto de una gran dama. Esta hermana poseía en sus manos la destreza portentosa en los trabajos de ornato, por ello se le veía a diario creando figuras, arreglos florales o de cualquier otro material que sirviera para embellecer algún sitio.
Amentia, la hermana de en medio, era una mujer de rasgos físicos nada fuera de los común, ni fu ni fa, como suele decirse. Falta de comprensión en todo o para casi todo. Transitaba por su existencia indiferente, lo mismo ante las nimiedades de la vida como frente a los grandes acontecimientos. Ante el contraste físico de sus hermanas participaba en la vida familiar como una sombra desapercibida. Si algo de ella llamaba la atención, eran sus manos maltratadas e impregnadas de olor a especias y a guisantes, elementos indispensables en su quehacer cotidiano, pues Amentia había hecho de la cocina su reino personal en donde sobresalía su gran habilidad para elaborar viandas deliciosas para la familia y los invitados ocasionales. Manjares celestiales a decir de quienes llegaban a probarlos.
Al entorno de las hermanas llegó en una fría madrugada Roberto, un hombre joven traído por el padre de ellas desde una provincia lejana para realizar como faena principal el aseo de los establos de la familia. Roberto tenía los principales atributos de los de su edad. Vigoroso, incansable, jovial, de aspecto rudo pero de porte elegante, aun con la modesta vestimenta usada en la faena diaria. Poseía también una sonrisa hechicera para el gusto femenino. De mirar penetrante, —Siento que me desnuda—, llegó a decir pudorosa Desdémona cuando el mocetón fue presentado al núcleo familiar. El muchacho había creado su identidad sobre los ejes de poder y dominio: La fuerza de la masculinidad y el encanto natural innato en él. Tenía Roberto como característica sobresaliente el ser porfiado en la búsqueda de un mejor futuro, por ello vio en las hermanas una posibilidad de progreso social mediante un ventajoso matrimonio. Empezó entonces a cavilar en la forma de conseguir la aceptación de alguna de ellas, no le importaba cual, quien fuera de las tres estaba bien para su proyecto de vida.
Fílaucia fue la elegida de Roberto en el plan de casorio, lo poco agraciada de la mujer, daba al muchacho la seguridad de hacerla caer con gran facilidad víctima de sus encantos y engaños. Pero como dice el refrán popular: “Del plato a la boca, se cae la sopa”. La menor de las hermanas escuchó con atención y cierto agrado lo requiebros amorosos de Roberto, éste le prodigaba a escondidas del padre y del resto de la familia, mil atenciones y no dejaba pasar ninguna oportunidad para mostrar ante Filaucia toda su galantería. Finalmente, una noche de plenilunio, entre las rosas, retamas y lirios del jardín solariego, el muchacho le pidió casarse con él. El pedimento fue para Filaucia motivo de emoción especial, no tanto desde el punto de vista del amor, sino por convertirse en un aliciente a su autoestima, de por sí sólido desde siempre, la petición en matrimonio, exacerbó en Filaucia el ego un tanto adormecido por su aspecto físico, a tal grado fue el impacto del pedimento en la mujer.
La pretensa no lo pensó mucho, esa misma noche le escribió a Roberto una notita como respuesta, mostraba en la nota la sobrevaloración de su persona adquirida a raíz de la petición matrimonial: “De entre la mierda te conocí y te dejé ser. ¡Ya no más! ¡Vade retro!, pues merezco la felicidad” A partir del siguiente amanecer Filaucia puso tierra y mutismo entre ella y el pretendiente frustrado. El muchacho no alcanzaba a entender cómo una mujer tan fea lo había despreciado en una forma tan humillante.
Roberto de por sí era porfiado y con el acicate del desprecio de la hermana menor cobró nuevos bríos y pensó en la posibilidad de otra víctima en la persona de la bella Desdémona. Inició entonces un persistente galanteo hacía la hermana mayor, esta empezó a perder el control y el recato ante la insistencia del muchacho y la novísima experiencia de ser cortejada por un hombre. Él avanzó resuelto de los piropos y halagos a las caricias furtivas que alborotaban en la mujer todas sus testosteronas anunciando un desenlace en el acto sexual. Sin embargo, cuando el molusco iniciaba tanteos en la entrada de la cavidad prohibida, afloraba en la mujer el recato, característica de toda su vida. Desdémona huía avergonzada a refugiarse en su habitación para desahogar en llanto toda la ansiedad concentrada entre las piernas. Las otras hermanas no tardaron en darse cuenta del llanto de su consanguínea, por tanto, primero le pidieron y luego le exigieron les dijera cuál era la razón de tanto sufrimiento.
Desdémona, sintiéndose cual el significado de su nombre, refirió a sus hermanas aquella apasionada relación —perversa, dijo ella— con Roberto, no omitió confiarles el estado de máxima excitación provocado por las caricias lascivas del muchacho. En el paroxismo de la culpa, les comentó tener mucho temor a sucumbir a los deseos de sus entrañas. Filaucia, frente a la confidencia de la hermana quedó casi en estado de shock, recuperado el ritmo respiratorio, enfrentó la realidad a su propia autoestima, ¿cómo era posible?, —se decía— que el muchacho a unas semanas de ser despreciado por ella, estuviera enamorando a su hermana, ¿no juraba amarla tanto, hasta pedirle matrimonio? Entonces el desprecio hacia Roberto se transformó en un odio irracional, induciéndola a aconsejar a Desdémona se apartara de aquel hombre, porque había un Dios quien castigaba esos actos pecaminosos, además sentenció: “Si nuestro padre se entera, puede matar a los dos”. Fue tanto el miedo y el sentimiento de culpa incubado en el ánimo de su hermana mayor quien optó por terminar de tajo con toda relación con el muchacho.
Roberto quedó pasmado, ¿cómo era posible?, volvió a fracasar en su intento de arribar a un status social deseado con tanta vehemencia. ¡Si había estado tan cerca! y se llevaba los dedos de su mano derecha a la nariz en el intento vano de volver a oler ese tufillo provocado por el jugo de la intimidad de Desdémona. El hombre, en los siguientes días, después de terminada su faena, vagaba por los extensos terrenos de la familia, iba taciturno, rumiando su desencanto y añorando aquellos encuentros furtivos en los establos con la bella hermana.
Mientras, Filaucia no se reponía del duro golpe asestado a su autoestima, también ella cavilaba en el asunto, no le era nada difícil imaginar a Roberto intentando ahora conquistar a su hermana Amentia y, aquella era tan débil de carácter y de otras cosas, de seguro sucumbiría ante el acoso del muchacho. ¡Era preciso idear un plan para deshacerse del enamoradizo aquél! Por varios días estuvo pensando en el asunto, hasta encontrar la forma de terminar con todo aquello sin ningún peligro para ellas.
A partir de entonces, se vio a Filaucia y Desdémona cuchichear en lugares apartados de la casona. Cuando el plan quedó concluido, decidieron llevarlo a la práctica. Pidieron a Amentia como forma de demostrarle a Roberto su perdón y buena voluntad, llevara al muchacho alguna comida especial cada día, considerando la habilidad demostrada por la muchacha durante tanto tiempo. Así fue como Amentia inicio el periplo culinario desde la cocina a los establos del rancho.
El primer día Amentia le preparó al muchacho filete de res al chipotle, con una guarnición de queso manchego en rebanadas, nopales asados, papa cambray y perejil, se limitó a entregar la vianda y desearle buen provecho. Roberto quedó anonadado, luego de degustar la comida, maravillado por la exquisitez de lo degustado. Terminada la comilitona ni siquiera se preguntó el motivo de aquel gesto de la mujer. Simplemente le siguió dando satisfacción al cuerpo con una siesta hasta el atardecer.
Al día siguiente Amentia preparó pollo en mole dulce acompañado de sopa de arroz. Ahora entregó la comida y permaneció en el establo mientras Roberto devoraba el guisado y contestaba a las dudas manifestadas por aquél. Le explicó que eran sus hermanas quienes de esta forma le hacían saber no guardarle rencor alguno. Le dijo también que a ella le daba igual llevarle o no de comer.
La vida siguió su curso, así como los viajes desde la cocina hasta el establo, la sucesión de platillos y postres se hizo interminable… Lo mismo fue pollo Almendrado, bistecs de res encebollado, panqué de natas con pasas, chamorro de cerdo en achiote, pollo con salsa de frutas, guayabas en almíbar, pechuga de pollo rellena, bacalao campestre, empanadas de leche, pan de elote y otros más, provocando el deleite al paladar de Roberto, quien con mucha labia logró convencer a Amentia de quedarse con él, casi siempre hasta el atardecer.
Pasado algún tiempo las otras hermanas empezaron a participar en la preparación de la comida consumida por Roberto. Amentia, fiel a su forma de ser, ni se percató de ese detalle, ni le encontraba gusto especial cumplir con el pedimento de sus hermanas. Sólo preparaba los alimentos, los llevaba y se quedaba hasta el atardecer con el muchacho. Hubo una ocasión novedosa para la cocinera, pues Roberto le pidió preparar enchiladas poblanas su comida favorita. Amentia, por extraña razón se esmeró más de lo acostumbrado en la preparación del platillo, siempre auxiliada por sus hermanas elaboró aquel guiso, dando como resultado un verdadero manjar. Roberto lo degustó con avidez y sumo placer. Tanto así, que de plano prefirió salir a caminar y no tener aquella tarde la compañía de Amentia. Ella, como de costumbre ni se percató del desaire del muchacho.
Al día siguiente el caporal de la hacienda encontró a Roberto muerto entre la arboleda, el cuerpo del muchacho mostraba signos de una muerte entre convulsiones y vomito verdusco, pues aún se apreciaba en la comisura de los labios del cadáver residuos de lo expulsado. Cuando el padre de las hermanas se enteró del deceso, en un arranque de sinceridad tardía confesó a sus hijas que Roberto era su hijo y por ende medio hermano de ellas, por esa razón fue el gran interés por acercarlo a la familia. Desdémona y Filaucia cruzaron una mirada de asombro y complicidad, mientras Amentia, al escuchar aquello tuvo un acceso de vómito, luego un desvanecimiento.
Algunos meses después las tres hermanas arrullaban maternales a un niño parido por Amentia y de padre desconocido. Lo llamaron Joaquín, cuyo significado en hebreo es: “El Señor juzgará”.
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