-I-
Tuntui... su fina piel clara, el colgante de élitros de escarabajo esmeralda oscilando en su lóbulo izquierdo, sus cabellos rizados y pelirrojos meciéndose al viento; su mirada apasionada y curiosa, reconociendo cada partícula de un atmósfera gris que presagia tormenta. Extiende los brazos y ríe. Es una carcajada espontánea, que excita y enciende sus ojos con la intensidad de dos brillantes luceros.
El cielo se va oscureciendo y la selva se apaga. Como una enorme y palpitante raíz arrancada de cuajo un fibroso relámpago perfila el firmamento, y cuando el primer trueno ruge, una brisa fresca inyecta un aromático incienso a floresta. La válvula se abre y la lluvia cae con el ímpetu de un surtidor a aspersión.
Se descalza y se quita la camiseta, se baja la faldilla, se suelta los cabellos y conquista el lugar mostrando sus pezones rojizos y su pubis poblado de un vello color zanahoria. Me toma de una mano, me ayuda a desnudarme y me saca a bailar bajo el baño cálido y ventilado.
Y ahí estamos: solos. No. Intimidados dentro de sus chozas, los indígenas observan el disparate obsceno y prohibido entre una mujer maldita: mestiza y pelirroja, y un blanco. Y sin embargo, no me importa. Ella me ama...
-II-
Mi hermano y yo nacimos como gemelos monocigóticos. Sucede en el caso en que el embrión originado partiendo de un óvulo y un único espermatozoide, durante las primeras fases de su desarrollo se divide de forma accidental. No es más que eso, pero tiene sus consecuencias.
Podría asegurarse que tras llegar al mundo Carlos y yo éramos clones exactos.
Y lo fuimos durante un día o tal vez un mes.
Luego, matices que nos diferenciaban y que a cualquiera le habrían hecho feliz, comenzaron a pesar como una losa sobre mí y condenaron mi vida.
La verdad es que me habría agradado ser el primero en algo; cualquier minucia hubiera bastado. No obstante, el Altísimo cuidó hasta el más sutil de los detalles. Tras la irreversible cesárea, Carlos nació o lo apresaron del útero dos minutos antes, y aquel inicuo lapso, bastó para considerarlo el mayor.
El hecho es que según crecíamos las diferencias se hacían evidentes. Para empezar el designado «Elemento Espejo», parecía cumplirse a rajatabla.
Mi hermano era diestro y por tanto juzgado como un chico afectuoso y correcto. En cambio yo, tras desarrollar mi predilección por la zurda, me di cuenta de algo. ¿Por qué mi madre en lugar de dignarse a mirarme chascaba la lengua y ponía los ojos en blanco? Comencé a entender. Ser zurdo no era lo procedente y me contemplaban como a un ser satánico.
En la escuela pese a mi tenaz empeño en imitarlo, diferencias que se abrían primero como diminutas fisuras y luego abismos insalvables, se hicieron obvias. Así descubrí que el maldito efecto Espejo también se extendía a nuestros cerebros.
Mientras Carlos despuntaba en ciencias, de forma circunstancial yo comencé a hacerlo en letras. Había más consecuencias, y ninguna me gustaba. A los dieciséis años era capaz de reparar o restaurar cualquier cachivache. Carlos me llamaba con cariño “el Manitas.” Lo cierto es que tenía cierta habilidad y había descubierto que consiguiendo tiras de cuero y baratijas, me las apañaba para componer pulcras piezas de bisutería que luego vendía. Nada de aquello me satisfacía. De todas formas él me superaba en una cuestión que para mí se erigía en un muro: era sociable, y pese a ser como dos gotas de agua, frente a aquello, yo no podía hacer nada. En las reuniones era el triunfador. Mientras que debido a mi timidez y mis expresiones ridículas, acabé siendo considerado el gemelo aburrido.
¿Por qué ninguna de mis aptitudes agradaba y las suyas eran aceptadas con una amplia sonrisa? ¿Por qué odiaba tanto a Carlos y a mi situación? Tal vez porque dentro de un sistema de castas, me tocó interpretar el rol de invisible. Para sobrevivir debía trabajar en los espacios laborales permitidos, y recoger los excrementos de quienes estaban encima.
Un día, a mitad del tercer año de la especialidad de cirujano que mi hermano estudiaba, sus manos atolondradas me despertaron. Adormilado, permanecí tendido sobre la cama. Mis ojos soñolientos se abrieron y magnetizados descubrieron algo desconocido: su expresión por primera vez parecía alarmada.
—Perdona mi insolencia —dijo.
Cesó de balancearme. De una zancada alcanzó la alacena, sacó una botella de coñac y nervioso dio un trago.
Presencié la escena con una incredulidad extasiada y me mantuve en silencio.
—Verás... —dudó—. Es difícil de explicar, pero... hemos empezado las prácticas y me he dado cuenta de un detalle que puede ser desastroso —se mesó los cabellos y se preguntó—. ¿Cómo no lo tuve en cuenta?
—¿El qué...?
Volvió la cabeza y se enfrentó a mí. Su cara estaba sudorosa y sus ojos irritados. No había dormido, o era la pobre impresión que ofrecía. Poniéndose de pié sobre la cama, en equilibrio, extendió sus brazos con las palmas hacia abajo y se quejó.
—¡Mis manos! Tiemblan como las de un niño.
Lo miré preocupado y le pregunté.
—¿Bebes últimamente?
Negó. Asintió y terminó diciendo.
—Supongo que lo de siempre...
—¿Algún medicamento?
Volvió a negar y mirándome con repulsión batió los brazos arriba y abajo como si asestara golpes al vacío y gruñó.
—¡No...! ¡Nada de eso! Soy yo, que no me controlo...
Me di la vuelta sobre la cama y estirándome entre bostezos, le dije.
—Pues entonces tendrás que aprender.
—Y cómo...
Sonreí con superioridad.
—Deberías saberlo. Hay recursos.
Giró sobre sí y dijo.
—No te referirás...
—¡Acertaste! La tecnología de la bioquímica o en tu caso, la farmacología. Encontrarás remedios que pueden ayudarte.
—¿Cuáles...?
Lo miré de soslayo.
—¡Por Dios! ¿No me digas que estudias medicina y no lo sabes?
Sentado, me miró con aire de incredulidad. Incapaz de entender que yo, prosaico alumno de letras, estuviera al tanto de aquellos detalles.
—Seguro que sin querer has oído nombres: orfidal, sumial, lexatín...
Permaneció anonadado. Entonces le animé.
—Los conseguiremos. Tendrás que ir probándolos. Utilizarás el que te vaya mejor.
Comenzó a tantear. El lexatín y orfidal le adormecían, y para operar tenía que estar alerta y sereno. En cuanto al sumial, pensé que resultaría. Era la última novedad. Muy utilizado en sus exámenes por los estudiantes de piano y violín para sacudirse los temblores.
Sin embargo el día de la prueba, tuvo lugar un factor inesperado. Sus manos no le temblaron. En cambio su mente se quedó en blanco. Tan hueca y vacía como el viejo tronco de un árbol. Y para operar uno debe tener los conceptos claros. Sin nociones ni pautas no hay nada que hacer.
Quedaba una alternativa y la pusimos en práctica: sería sus manos.
Regresaba agotado de las pruebas y él me ayudaba a su maldita manera. Conquistaba mujeres preciosas y me las presentaba. Si bien satisfacían mis ansias fisiológicas, jamás me llenaban. Algo no funcionaba. De todas formas tampoco él podía estar satisfecho; y así fue.
Cuando se licenció me exigió dejar mi estéril dedicación. No estaba dispuesto a afrontar su aprensión y se había acomodado. Vivía a lo grande. Asistía a fiestas y reuniones mientras que yo, aparte de desvivirme por él, malvivía envuelto en las sombras. Era un esclavo y cautivo de lujo. Recompensado con mujeres esplendidas con quienes tras fornicar apenas disimulaba una sensación: náuseas.
Disgustado con mi situación me afanaba pinchándole. Él fingía no ver ni entender mi malicia y pasaba olímpicamente de mí. Al final, con sus despreciables aires bonancibles, me ganaba por la mano.
Se veía venir. La situación no podría sostenerse. Tarde o temprano y por cualquier absurda pifia, descubrirían el enredo.
No recuerdo exactamente cuándo comenzó. Quizá una mañana o a mitad de un día cualquiera. Me encontré nervioso y en realidad feliz y excitado. Dentro de mí una necesidad: expresar el torbellino de ideas y símbolos que se mezclaban en mi cerebro y como torrentes lo inundaban pugnando por abrirse espacio y salir. Comerme el mundo y paladearlo sin respiro era mi objetivo, y proclamar a los cuatro vientos mi milagro. Era un ser nuevo y brillante. Aquel día operé como nunca. Suturaba con una agilidad tan exquisita que al finalizar, la sala se había ido llenando de enfermeras, auxiliares y cirujanos. Todos estaban allí con un afán; presenciar mi virtuosa maestría.
Días o semanas después desperté hundido en un oscuro pozo. Arrinconado en la angustia y la irritación. Los estímulos y emociones que me habían llevado a funcionar con la precisión de una máquina, me habían abandonado.
En el quirófano la dificultad para mantener la concentración me condujo a un bloqueo desquiciante. Me vi obligado a ceder el trabajo a mis ayudantes, y amparado en una excusa trivial escapé.
En los meses siguientes seguí cayendo, y mi vida se convirtió en una ruina. Me despertaba fuera de sí, gritaba ordinarieces a las mujeres que Carlos —preocupado por mí— me traía, y las echaba a patadas. Comencé a abandonarme; no me afeitaba, apenas comía, vivía en un caos de desorden, me enfrascaba en eternos monólogos apenas coherentes conmigo mismo y contra mí.
La mañana que el doctor diagnosticó mi anomalía, no daba crédito. Con aires de pensador, juntó los dedos y dijo.
—Mire, todo ha cambiado. Los psiquiatras ahora no procedemos como antes. Seré claro—resumió.
Lo miré con ojos abiertos e irritados. Llevaba días sin pegar ojo. La causa de mi desbarajuste tenía su origen en sombríos temores sin pies ni cabeza. Para empezar recelaba de mí mismo, y sentía fobia por detalles ridículos: como caerme en la taza del inodoro; cegarme con la luz del amanecer; ensuciarme los dedos, asfixiarme.
—Padece esquizofrenia de tipo desorganizado o hebefrénica.
Me quedé sin habla.
—Se caracteriza —siguió diciendo una voz lejana aunque audible— porque el sujeto presenta un comportamiento desorganizado sin ningún propósito, así como una afectividad inapropiada o plana —matizó.
Y se mantuvo flemático.
Lo que siguió a continuación aquel día, no es digno de contar. No pude aceptarlo. Sufrí un ataque de cólera que solo exterioricé al llegar a casa y arremeter contra el mobiliario.
José Fernández del Vallado. Josef. 2014.
Hola!
Gracias a todos.
Continúa el domingo... |