Lo habían intentado todo. Durante años, cada vez que tenían un encuentro, ella se quedaba con una sensación de vacío, algo que subía y subía, pero no lograba llevarla a esa meta que presentía y la frustraba. Y este sentimiento se transmitía invariablemente a su pareja que la amaba profundamente. Buscaron la respuesta apelando a todo tipo de ambientación previa como la luz o la ausencia de ella, una música agradable o el silencio sólo roto por sus respiraciones, palabras o quejidos, distintos escenarios que surgían más o menos espontáneos, todas las posiciones imaginables, diferentes horas, ambos tomaban la iniciativa, el retardaba latamente el final, etc. Él, de alguna forma, se sentía responsable y hasta inexperto. Recurrieron a terapias de pareja sin resultados. Cada vez, él recorría el cuerpo de su amada buscando nuevos rincones, pliegues y sensaciones con suaves caricias. Lo más cercano al éxito era cuando besaba el lóbulo de su oreja derecha. Pero, como siempre, venía el fracaso. A veces, jugaban a que él la violaba y ella se defendía ferozmente para, finalmente, entregarse sumisa.
Un día, por un impulso inexplicable, él pasó de un leve mordisco en el lóbulo a aumentar la presión hasta llegar a herir y sentir la sangre en su boca. Entonces, ella lanzó un grito gutural y profundo, un bramido que atravesó el espacio y un relámpago se incrustó en su cuerpo.
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