Había caminado aquella senda infinidad de veces. La había recorrido con la luz del día, y a tanteos, en la más lúgubre de las penumbras.
Aquel laberinto no era más que el amoroso, inocente y plácido camino a casa.
El enredo, la locura, la perdición de la brújula, y de la cabeza, fueron debidos a la desastrosa alineación del sol, la tierra, la luna, que hizo que esta última se hiciera de sangre. !Luna de sangre!, decían.
Eso era lo que decían unos. Los más benévolos.
Otros, decían que lo que sucedió, era que se había perdido por los ojos, y la mirada de aquella mujer. !Que se había enamorado!
Esto era lo que decían las lenguas menos benévolas.
Y luego estaban los malévolos. !Los cabrones! Estos, simple y llanamente, decían que se había perdido de su ruta, porque estaba volado por unas enaguas.
Y punto. |